Muslo, pechuga o caldo

Se dice —en historias contadas junto al fuego— que, mucho antes de las guerras por la tierra y el agua, hubo un debate silencioso pero profundo: muslo, pechuga… o caldo.

No era pregunta banal. Era cuestión de carácter.
Quien elegía el muslo amaba el placer inmediato: se ensuciaba, se embarraba las manos, chupaba hasta el último vestigio de sabor.
Quien elegía la pechuga no buscaba pelea: quería llenarse con seguridad; amplia, limpia, firme, sin huesos traicioneros. No es la más jugosa, pero alimenta, llena y ahorra tiempo y vergüenzas.
Y estaban los otros: los del caldo. Soperos radicales. Temidos y señalados. Decían que todo venía del agua, que la sopa era la esencia de las cosas.

De ese choque nacieron teorías imposibles: ¿fue primero el muslo, la pechuga o el agua? Los viejos sabios, de casi mil años, ya no discutían:
—¿Muslo o pechuga?
—Pechuga —respondían—. Quiero comer, no filosofar.

Quien optaba por el muslo también era respetado: prefería el arte del goce al deber de llenarse. Y los del caldo… aún hoy se debate si lo suyo era sabiduría o resignación.

Así enseñaban los antiguos. Y así, todavía hoy, se sigue discutiendo en cualquier mesa, mientras la comida se enfría.


del pollo hago canción,
no me alcanza para monumento;
quizás con alita en mano
me salga mejor el acento.

dicen que los antiguos
ponían atención:
qué comía cada quien
en cada celebración.

unos, caldo, decían,
ahorraban dientes y ocasión;
otros, muslo; otros, pechuga:
y empezaba la discusión.

unos finos y respingados,
otros hasta la oreja en sazón;
comían, reían, reñían…
por eso va esta canción:

muslo, pechuga y caldo,
y la mesa en comunión;
para que alcance a todos
hace falta variedad y corazón.

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