Pensar en voz alta

Pensar en voz alta

A veces pienso que, en mi familia, yo soy de los menos listos. No es falsa modestia: es pura estadística doméstica. Tengo primos que son verdaderas bestias de la inteligencia, de esos que parecen haber nacido con un algoritmo corriendo en segundo plano. Unos juegan dominó en la esquina, sin camisa, con un vaso de ron y la habilidad de recordar jugadas de hace diez años; otros se sientan bajo una mata de mango a jugar ajedrez o damas chinas con la misma seriedad que si estuvieran negociando un tratado de paz. Están también los que dirigen empresas, los que manejan negocios —unos legales, otros mejor no preguntar— y los que, dentro del sistema, han aprendido a mover los hilos para que todo funcione… o para que la gente viva con la lengua apretada.

Incluso hay un primo poeta que, si no tiene más de diez premios nacionales, es porque ya no hay dónde ponerlos. Y ahí estoy yo, que para “superar” a todos ellos tendría que ganar en poesía, en beber ron, en conquistar mujeres, en dominó, damas, ajedrez, empresas, negocios, bajo mundo, mundo oficial y política. Imposible. Así que prefiero no hacer ruido. Porque si alguno se siente aludido y me reta en su especialidad, no solo perdería: me vería obligado a dejar de ir a mi pueblo por pura vergüenza.

Por eso, mi estrategia es simple: no competir en lo que ellos dominan. Me muevo en otros terrenos, más discretos, más míos. Sé preparar el café perfecto y contar historias que no necesitan trofeos. Soy feliz así, en la aparente insignificancia. Porque ahí, sin que nadie lo note, tengo un privilegio que ellos quizá no: la libertad de no ser el genio de la familia. Y créeme, eso pesa menos, da más aire… y me deja disfrutar mi café sin presiones.

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