Serapoc y la Tumba

El encargo

En tiempos tan remotos que solo unos pocos los recuerdan, Serapoc concluyó su tercera conferencia del ciclo. Con gesto ceremonioso, aunque sin verdadero fervor, entregó las tablillas de barro al esclavo que lo asistía y descendió por las gradas de piedra.

Debía acudir al palacio: el nuevo rey lo había mandado llamar para el momento en que el sol se posara en lo alto. Miró el cielo; aún quedaba margen.

Bajó hacia la plaza, donde mercaderes, esclavos y polvo formaban un único oleaje de gritos y trueques. Tomó unos dátiles y los masticó sin gusto; en otro puesto bebió un jugo de palma fermentada cuyo sabor, según él, era “como orina de camello que odia a su amo”.

La capital distaba del esplendor que había soñado: mezcla fétida de animales, cuerpos sin lavar y frutas corrompidas. Extrañaba su aldea, donde el viento olía a tierra y río. Pero el cenit se acercaba, y el monarca no era hombre de paciencia: una tos inoportuna podía costar la cabeza.

En el atrio del palacio lo aguardaba Menoruk, sacerdote del culto solar y Consejero Jefe para el Trazado. Hombre enjuto, rostro afilado, sonrisa de mueca.

—Debes alegrarte, Serapoc. He hablado con Su Alteza: serás Arquitecto Real.
—¡Te rogué que me ayudaras a regresar a mi aldea! ¡Te di oro!
—Lo he hecho por tu bien… y por respeto a tu padre.
—¡Pero…!
—Silencio. Camina recto. No tosas. Si la lengua te traiciona, muérdela.

Atravesaron un pasillo flanqueado por columnas que se perdían en la altura. Guardias inmóviles, con túnicas de rojo y oro, lo observaban como estatuas vivas.

En el salón del trono, la luz del cenit caía por un óculo preciso sobre el joven monarca Kashnid, en su trono de basalto negro, pectoral de lapislázuli y cetro de marfil y cobre.

—Serapoc, hijo de Zameneth —dijo con voz suave y filo oculto—, dicen que haces milagros con barro y fuego.
—Alteza… sirvo a la lógica y a los dioses.
—Olvida a los dioses. Mi padre, el gran Kasharán, reposa bajo una losa indigna. Tendrá un templo funerario que enmudezca al mismo cielo.

Chasqueó los dedos. Un escriba desplegó un rollo con trazos desmesurados: alturas que desafiaban el aire, pasadizos al firmamento, espejos solares imposibles.

—Esto levantarás. Tendrás acceso al tesoro real. Menoruk será el Tesorero. Que vuestra amistad rinda frutos.
—Majestad… aun con la fuerza del reino, no menos de cincuenta años.
El rey posó su sable ceremonial sobre el hombro de Serapoc.
—Tendrás cinco.

La obra

Heraldos recorrieron los tres reinos proclamando la empresa. No se habló de tributos ni de aldeas vaciadas; solo que Kashnid honraría su linaje con un monumento inmortal.

Serapoc dormía poco y calculaba mucho. No erigía solo una tumba, sino un argumento de piedra para que los reinos vecinos recordasen quién gobernaba. Cada bloque era una línea de ese discurso mudo, labrada con precisión y, a veces, con el delirio que dan la fatiga y la ambición.

La ceremonia

La tumba se alzaba sobre la meseta, deteniendo al viento. Sus bloques, unidos sin argamasa, encajaban con perfección que haría palidecer a los geómetras y suspirar a los astrónomos. Cada arista seguía constelaciones olvidadas; cada proporción repetía ciclos eternos extraídos de los archivos más antiguos del palacio.

En la explanada, regada y purificada con agua de canal y orina de camellos sagrados, la multitud aguardaba según rango. Sobre plataforma de cedro reposaba el sarcófago real, labrado durante cinco años por los mejores artesanos. Bajo sombra de palmas, Kashnid se pavoneaba ante embajadas extranjeras. Había vaciado las arcas para esta obra y, para halagar al arquitecto, le entregó concubinas y, a regañadientes, una hija —según consejo de Menoruk—.

Serapoc ordenó traer las tablillas de piedra solar con los planos.
—Majestad, la tumba está concluida. Ningún viviente entrará en ella sin ser llamado.

El cortejo avanzó… y el sarcófago no entró. Ni de frente ni de lado. La entrada, perfecta y sellada por el equilibrio eterno, era demasiado estrecha.

—¿Qué es esto? —bramó el rey.
—Majestad —dijo Serapoc—, la obra está alineada con la constelación de la Barcaza Solar. Simboliza la travesía del alma. Podemos… —bajó la voz— desmembrar el cuerpo, introducirlo en partes y recomponerlo dentro. Nadie lo sabrá.

Kashnid lo miró y sonrió con filo.
—De acuerdo. Ahora dime: ¿cómo lo haremos sin tocar el sarcófago?
El arquitecto encogió los hombros.

—¡Guardias! —ordenó el rey—. Recompensad al gran arquitecto real con cien latigazos, sal en las heridas y la luna como testigo.

Aquella noche, bajo la plenitud del astro, Serapoc fue ejecutado. El sable mellado tardó en cumplir su función. Dicen que sonrió al final, viendo rodar la cabeza de Menoruk. Así murió el arquitecto que soñaba volver a su aldea y a su río.

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