La guagua 204

La guagua 204

(cuento breve)

Hablando de cosas que no planeé, pero igual viví… Debía tener unos quince años, quizás un poco más. Si me concentro lo suficiente, probablemente pueda recordar el mes, el año, tal vez incluso el día exacto. Pero eso no importa. Lo esencial está en lo que ocurrió.

Viajaba en la 204, la guagua que recorría el trayecto desde La Habana hasta el Cotorro. Era por la tarde, y llovía. Me dirigía a la escuela.

Ella subió por la puerta trasera, justo donde yo estaba, preparado ya para bajarme en la próxima parada. Se detuvo a mi lado. Su mano rozó la mía en el pasamanos. Me miró, y yo también la miré. Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Me sonrió, y quizás yo también le devolví la sonrisa.

Su olor, una mezcla de piel y humedad, me alcanzó. La guagua se detuvo, pero no bajé. En lugar de eso, subieron más pasajeros, y ella, obligada por el espacio, se acercó aún más a mí. Su pelo mojado goteaba, y podía sentir el agua recorrer mi uniforme recién planchado. En algún momento soltó el pasamanos y se sostuvo de mis brazos. No dijo nada. Solo me miraba y sonreía.

Perdí la noción del tiempo. Olvidé la lluvia, la escuela, el horario. No pregunté su nombre. En aquel momento descubrí que los baches de la calle no importaban, porque la vieja Leyland bailaba y, con ella, nosotros también.

Las puertas de la guagua se abrieron. Ella me dio un beso húmedo en los labios, acarició mi rostro, se dio la vuelta y bajó. Las puertas se cerraron.

Afuera, bajo la lluvia, me miraba. Ya no sonreía. Tampoco yo.

Desde aquel día no volví a quedarme callado. Pero, aunque tomé muchas veces esa misma guagua, nunca la volví a ver para devolverle el beso.

Años más tarde, en otra guagua —la 215—, no llovía. Esta vez sí hablé. Y aunque no hubo besos, sí hubo sonrisas. Tampoco era una Leyland, pero bailaba como bailan las guaguas en Cuba: al ritmo caribeño de los baches y la picardía de los cubanos, en cada subida y bajada que nada tienen que envidiar a la montaña rusa más salvaje.

De ese encuentro, sencillo pero decisivo, nacieron muchas cosas. Una de ellas, la más hermosa, tiene ahora a mi Luna en su pancita para convertirme en un abuelo feliz. Y acaba de leer este cuento. Me mira y me dice:

—Papá, ¿te diste cuenta de que…?

Yo no me había dado cuenta. Pero ahora, gracias a ella, lo sé: algunas guaguas llevan mucho más que pasajeros.

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