Abuelos, santos y bastones
Mis abuelos no fueron mártires de libros ni fundadores de ciudades. Pero si el mundo no se ha desmoronado del todo, es porque existieron hombres y mujeres como ellos. Mis abuelos eran universo con los pies en la tierra.
Crecí entre tierra batida, guano y la sombra generosa de las palmas. En ese mundo sencillo, ellos eran reyes sin corona. Gobernaban con callos en las manos, con sabiduría en los silencios, con ternura en las miradas que decían más que cien discursos.
Flora, que prefería que la llamaran Florinda, sabía del monte lo que no enseñan los libros. Ana, mi abuela materna, era luz pura en forma humana, alegría y dignidad sin adorno. Y entre ambas, tejieron generaciones enteras con más amor que recursos.
Criaron once hijos, y todavía les quedaba corazón para nietos, nueras, yernos, vecinos. Daban sin restar. Amaban sin dividir. Yo no sé cómo lo hicieron, pero lo hicieron bien. Porque el amor que sembraron florece aún hoy, en cada nieto que los recuerda con lágrimas de gratitud.
Ellos no discutían de amor ni de deber. Lo practicaban. No hablaban de justicia. La ejercían.
Comparado con ellos, yo sigo siendo aprendiz.
A veces me reprocho no haber sido más parecido. Pero camino con su memoria en los pasos. Y en los días difíciles, cuando me siento perdido, solo me pregunto: ¿qué habrían hecho ellos?
Y entonces avanzo. No por fe, sino por memoria. Por respeto. Por amor sin discurso. Porque ellos, sin saberlo, me dejaron la brújula que aún me guía.