Capítulo 1: Niña Loto Azul
La comitiva del clan Riyue avanzaba hacia la puerta Este del Imperio Han. Era casi mediodía; el calor era tortuoso. Venían del encuentro anual con el emperador. Como era costumbre antigua, el patriarca y la matriarca del clan debían asistir a las ceremonias del inicio de la primavera.
Una figura vestida con ropajes negros se abalanzó frente a la comitiva. Allí cayó rendida. Los corceles se asustaron; los soldados desenvainaron sus armas y rodearon el cuerpo. Los jinetes adoptaron formación defensiva, dejando el carruaje en el centro del área.
Del carruaje bajaron los líderes del clan: el patriarca Ri Shi y la matriarca Yue Ming. El capitán de la escolta pasó entre los soldados y, con cuidado, giró el cuerpo en el suelo. Era una joven. Su cuerpo estaba lleno de heridas, y su vientre abultado hacía evidente que se encontraba en un estado avanzado de gestación. La joven herida abrió los ojos, se incorporó un poco y, débilmente, pidió:
—Ayuden a mi hija… —y se desplomó nuevamente.
La matriarca avanzó, colocó su mano en el pecho de la joven y le transmitió energía suavemente. Miró al patriarca con una expresión aguda. Este se movió, levantó un poco a la joven y le insufló energía en la espalda.
—Va a dar a luz, ahora —murmuró la matriarca, cargándola y llevándola al carruaje.
En el opulento palacio imperial, la servidumbre eliminaba los últimos rastros y adornos del festival de primavera. El emperador Hanlong avanzaba por el alfombrado pasillo en dirección a la plataforma sur de la ciudad imperial. Desde allí se podía vislumbrar el gran puerto y el océano. Era su lugar favorito. La consorte imperial había dado órdenes, y ya les esperaban algunos distinguidos invitados y líderes de las principales fuerzas y clanes del imperio.
Zhou Wenxi, a la cabeza de los invitados, fue el primero en saludar. Como garante imperial, estaba dispensado de colocar una rodilla en el suelo, como indicaba el protocolo.
Xun Zhen, el patriarca anciano del poderoso clan Xun, estaba con una rodilla en el suelo y, a su lado, presentó:
—Majestad, este es mi hijo Xun Liang. Él ocupará mi lugar desde el próximo año.
El emperador sonrió a la pareja de padre e hijo y, sin palabras, avanzó entre la multitud arrodillada, saludando con algún comentario casual. Llegó ante su alta silla, decorada con dragones dorados y cuatro lunas rodeando un sol con el símbolo Han en su interior. Se sentó y, con una señal de su mano, todos se incorporaron, justo con el sol en su cenit.
Es un día como cualquier otro. De repente, una sombra inusual comienza a proyectarse sobre el suelo. No es una nube. Todos miran al cielo y ven la primera luna, un disco familiar, comenzando a moverse frente al sol. La luz empieza a atenuarse ligeramente, como si una fina veladura se posara sobre el mundo.
Pero no es solo una. A medida que la primera luna cubre más y más del sol, una segunda luna aparece en el horizonte celeste, también en trayectoria de colisión aparente con la estrella. La luz diurna se desvanece más rápidamente, y el aire comienza a enfriarse. Los colores del paisaje se vuelven más tenues, como si alguien estuviera manipulando la intensidad de la luz. El temor se apodera de todos los presentes, que no pueden articular palabras.
La sorpresa se convierte en terror cuando una tercera luna se une al baile cósmico. Ahora, tres siluetas oscuras se recortan contra el sol menguante. La luz del mediodía se ha transformado en un crepúsculo profundo. Las estrellas más brillantes comienzan a aparecer en el cielo, un fenómeno completamente anómalo para la mitad del día. El viento, que antes era una suave brisa, quizás se intensifica levemente, impulsado por el repentino cambio de temperatura.
Y entonces, llega la cuarta luna. Con su entrada, la luz del sol se apaga casi por completo. El mediodía se convierte, de golpe, en una noche profunda. El aire se vuelve frío, y un silencio inquietante cae sobre el paisaje, roto solo por el susurro del viento o los murmullos de asombro. Donde antes estaba un sol deslumbrante, ahora hay un anillo de fuego celestial: la corona solar, brillando espectacularmente alrededor de los discos negros de las cuatro lunas. El cielo se llena de estrellas.
Ante esta manifestación palpable de la inmensidad y el misterio del universo, un recordatorio de cuán pequeños eran y de quiénes eran, no hubo palabras. El emperador, seguido de su escolta y la consorte, desapareció por un pasillo. Los demás presentes se apresuraron a regresar a sus dominios, sin despedidas, sin palabras. El continente Tianxuan nunca volvería a ser el mismo.
En la meseta Guangri, dentro de un pequeño templo donde las amplias ventanas dejaban asomar la luz de las lunas, la matriarca Yue Ming se acercó a la recién nacida y abrió con lentitud el pañal que cubría su espalda. Todos contuvieron la respiración.
Allí, grabadas en la piel como brasas frías, aparecían dos marcas: una mano diminuta azul en el omóplato izquierdo, una roja en el derecho. No eran pigmentos ni quemaduras; eran sellos naturales, como tatuajes vivientes que pulsaban un instante con la luz de la luna.
La niña abrió los ojos. Tenía el iris bicolor: azul y rojo, como sus marcas.
Fue llamada Riyue Xin: corazón del sol y la luna. La primera en generaciones nacida con ambas esencias.
Para el clan Riyue aquello no era defecto, sino prodigio. Sus anales guardaban siete nacimientos semejantes en mil años, y cada portadora había visto futuros, convocado eclipses o salvado cosechas con un gesto. Riyue Xin, Niña Loto Azul, fue entronizada a los tres días como heir-shen (heredera de visiones). Se le edificó una cámara de espejos de obsidiana donde los ancianos le susurraban poemas solares al amanecer y cantos lunares al anochecer, buscando templar su doble herencia.
Los corrientes de jade, el polvo de la meseta y las canciones rituales no impidieron que la noticia huyera por grietas humanas: mercaderes de té vieron la caravana de espejos; peregrinos errantes hablaron de un resplandor azul en el rostro de una recién nacida cerca de la puerta Este del imperio el día del fenómeno; un espía vendió la historia al palacio.
Capítulo 2: El Edicto Imperial
Cinco años después, los mensajeros imperiales llegaron montados en elegantes corceles blancos, con las banderas del Imperio Han danzando al viento.
—Por decreto del Trono Celestial, la niña llamada Riyue Xin, por su sangre y señales, ha sido convocada a Luoyangfu. Servirá al trono como vidente de Estado.
La asamblea de ancianos se disolvió en susurros. La matriarca lunar Yue Ming, anciana alta de cejas blancas, se levantó primero.
—El trono no tiene voz en nuestra sangre. Que el emperador consulte el arroz si quiere cosechas.
El patriarca solar Ri Shi pidió a la guardia del templo que acompañe a los mensajeros hasta la puerta del Imperio Han.
Los mensajeros se retiraron sin respuesta. En tres días, el clan Riyue cerró sus fronteras. Los pasos de montaña colapsaron bajo avalanchas. Las costas fueron selladas con torres de jade y llamas blancas. Los extranjeros fueron discriminados e invitados, de diversas formas, a abandonar el territorio.
El templo de profecías fue sellado. La sala de visiones fue renombrada como Torre del Loto Azul. Allí, Riyue Xin, apenas adolescente, fue resguardada y protegida con todos los recursos del clan.
En la sala de los susurros del Palacio Imperial, el consejero imperial y garante Zhou Wenxi inclinó apenas la cabeza ante el emperador.
—La negativa del clan Riyue es más que herejía. Es una amenaza. Llevamos casi dieciocho años en este conflicto. Tenemos que invitar sabios extranjeros cada año para los inicios de primavera; sus profecías y augurios son un desastre.
—Son malagradecidos y obstinados —repuso la consorte Yang, cruzando los brazos—. Pero si tienen profecías, son nuestras por derecho. Todo bajo el cielo pertenece a nuestro amado emperador.
El emperador, joven y distante, miró a Wenxi.
—Resuelve este asunto. Que no quede mancha visible.
Zhou Wenxi asintió sin palabras. Al salir del salón, sus pasos lo guiaron a su patio privado dentro del palacio. Allí, a una señal, de entre las sombras surgió una figura: miembro de un clan que no existía, los Yokan, fantasmas del sur.
—Necesito hablar con Yoken Tu —ordenó.
El anciano llegó en la noche, el rostro cubierto de sombras.
—Debo pedirte un acto sin errores.
Si la joven era inalcanzable por la vía legal, sería arrebatada por la sombra o asesinada como advertencia de que no se podía desafiar al Imperio.
Yoken Tu lo miró en silencio. Luego asintió.
—Mi hijo Yokai lo hará. No falla.
Capítulo: 3 Flecha Multicolor
Yokai, diestro como ninguno con diferentes armas y habilidades de sigilo de media sangre y el paso sin huella, de rodilla ante su padre, en frente de una multitud de figuras envueltas en sombra, recibió de su padre tres flechas con plumas azules, amarillas y negras combinadas.
—Estas flechas solo pueden ser disparadas por los líderes de nuestro clan. Los miembros de nuestro clan nunca usarán flechas con estos colores, a no ser en casos de enemigos extraordinarios. Jamás usaremos flechas con plumas blancas, porque es solo para cobardes.
Las figuras humanas que rodeaban a Yoken Tu y Yokai colocaron una rodilla en el suelo en señal de respeto y obediencia.
Yoken Tu observó desde lo alto del acantilado a su hijo y sus seguidores embarcar. En lo alto, una luna iluminaba tenuemente el océano; tres lunas, apenas visibles, se insinuaban entre las nubes.
Yokai cruzó gargantas, burló talismanes y llegó a la torre de espejos. Pero la primera noche que vio a Riyue Xin —ella entonaba un poema a las cuatro lunas— su misión se torció como bambú en vendaval. Ella lo esperaba, lo invitó a sentarse y le recitó poesías. El asesino se enamoró y, contra todo dogma fantasma, fue correspondido.
En secreto huían hacia el este, disfrazados de trovadores, hilvanando amor y culpa. Tras ellos: cazarrecompensas del imperio, sombras fantasma que querían ejecutarlo por traición, vengadores Riyue que clamaban pureza, emisarios Zhou que no admitían fracaso. Recorrieron una gran parte del imperio, desde el borde superior e inhóspito del imperio por las bajas temperaturas hasta en la misma ciudad capital. En una pequeña aldea sin nombre nació el hijo, fruto de su osadía y amor. Allí fueron descubiertos por los esfuerzos conjuntos del padre de Yokai y de la matriarca del clan Riyue. La matriarca lunar Yue Ming le ofreció perdón si regresaba. Todo iba bien, hasta que ella vio al bebé y sus marcas de dos manos, una roja y otra azul, en su espalda. Sacó una daga y se abalanzó contra el infante. El padre de Yokai, la sombra, fue más rápido y recibió en su espalda el golpe de la daga lunar. Convocó a viva voz a la rama Yoken a proteger la vida de su hijo y de su nieto a toda costa, mientras escapaban al amparo de la noche y al costo de muchas vidas.
Sin lugar seguro, se ocultan precisamente en Bailian, cuna de los Zhou.
—¿Quién buscaría un ratón bajo el león? —dijo Yokai.
Alquiló una modesta villa junto al canal de lotos secos. Allí creció Xin con vida prestada, hasta que una visión le llegó: fuego sobre tejas, acero en la noche, manos arrebatando a su hijo.
Ella despertó llorando un nombre:
—Yo-kido… Yo-kido…
Tomó a su hijo en brazos y, ante los ojos de Yokai y los guardianes del ahora casi extinto clan rama Yoken, lo levantó con ambos brazos y, con una voz antigua que salió de su boca:
—¡Saluden al amo del mundo!
Ante la voz, todos se desplomaron de rodillas. Ni siquiera Yokai pudo sostenerse erguido sobre sus piernas. Yokido fue gateando a los brazos de su padre arrodillado y sacó una pequeña flecha multicolor de un pequeño carcaj en el cinto de Yokai. Todos los presentes rápidamente sacaron una flecha negra y se la ofrecieron al pequeño infante. Yokido los miró y volvió a gatas sobre la alfombra hacia su madre, y le dio la flecha multicolor.
En esta villa vivieron poco menos de un año, haciéndose pasar por pequeños comerciantes. Ya el pequeño caminaba.
Cuando los asesinos por fin hallaron la casa, Yokai pidió a sus hombres retener la embestida. Rio Truenos partieron el barrio; ceniza y pétalos cayeron mezclados. Aprovechando la brecha, Xin escapó hacia las Montañas Verdes, guiada por su don. Allí, en una grieta del risco occidental, colocó a su bebé. Sobre el pecho, una pequeña flecha tricolor, y en un susurro final:
—El destino está en tus manos, Yokido.
Luego se alejó escoltada y, tiempo después, se entregó a su clan para evitar más derramamiento, afirmando que su hijo había muerto, también Yokai.
Fue encerrada en el último piso de la torre del loto azul. La guardia aumentó severamente.
Capítulo: 4 Youke
Aldeanos cazadores recogieron al niño envuelto en gruesas y finas pieles con una flecha de plumas azules, amarillas y negras, recortadas en forma de escudo, el eco de sus gritos resonaban entre las montañas. A sus pocos meses, cuando despertaba de pesadillas, balbuceaba siempre el mismo sonido: “Yo-kai… Yo-kido…”
Los viejos cazadores lo asociaron con el canto de cierto pájaro de montaña el Yokel. Y a la criatura la llamaron Youke.
Al cumplir los cuatro años, su abuelo y su padre de crianza, lo llevaron a un pequeño valle cercano a la aldea, era una costumbre ancestral a esta edad dejar cuatro días a un niño en las montañas, solamente aquellos que pasaban esta prueba podían ser alimentados y criados en la aldea. Allí en una pequeña y estrecha cueva, dejaron pieles, alimentos, agua, una pequeña daga. Y la flecha multicolor.
El primer dia, lo paso envuelto en pieles, sin moverse apenas, para alimentarse y beber agua, en la noche, un sonido de derrumbe provino del interior de la cueva, el pequeño Youke avanzó con una piedra luminosa en una mano y la daga en la otra, un lamento comenzó a escucharse, poco después llegó a la zona del derrumbe, allí producto de la lluvia que corría por la ladera montañosa se había acumulado agua, una pequeña cabeza de ave, sobresale apenas del agua, y gritaba:– sálvame!
Youke no dudo, entró al agua y con esfuerzo liberó al pequeño polluelo debajo de las rocas. El polluelo se arrastró y le dijo:– Chico, te recompensaré, cuando crezca, cuando sea poderoso, por ahora trabajaré para ti durante 500 años.
—Eres un ave Yokel, le preguntó curioso Youke.
—bueno chico, como me salvaste seré lo que desees, si quieres que sea Yokel lo seré, pero no cantaré, si deseas que sea Dragon puedo serlo pero sin quemar nada, así funciona, hablando de quemar, tienes algo bueno de comer, tengo un hambre milenaria y más mítica que yo.
— Tengo un poco de carne seca, agua y….
__ Dame la carne, el agua, ohh no hables de eso el agua y yo no no no. carne, dame la carne!
Salieron a la entrada de la cueva, allí entre pieles había una bolsa de cuero, Youke iba a abrirla, la bolsa, las pieles, todo desaparece, solo una vasija con agua quedó en la ahora rústica y helada cueva.
–Oh vamos a morir de hambre, dijo Youke.
Yokel se paró frente a él su cabeza apenas llegaba a las rodillas del pequeño niño de cuatro años y le dijo:,–no eres un cazador, vamos a cazar.
En la mañana del quinto día, el abuelo y padre de crianza de Youke ingresaron al valle, el olor de carne asada, los llevó a apresurar sus pasos, ingresaron al pequeño valle y allí vieron al pequeño Youke jugando con un pequeño pájaro, en una rama sobre un fuego, una presa asada y jugosa estaba a punto. Se miraron uno al otro, avanzaron hacia la cueva, ahora cubierta hasta el mínimo detalle de pieles de todo tipo de animales.
—Abuelo; Padre, ¿puedo quedarme unos días más en el valle?
Capítulo: 4 Youke
Aldeanos cazadores recogieron al niño envuelto en gruesas y finas pieles, con una flecha de plumas azules, amarillas y negras, recortadas en forma de escudo. El eco de sus gritos resonaban entre las montañas. A sus pocos meses, cuando despertaba de pesadillas, balbuceaba siempre el mismo sonido: “Yo-kai… Yo-kido…”
Los viejos cazadores lo asociaron con el canto de cierto pájaro de montaña, el Yokel. Y a la criatura la llamaron Youke.
Al cumplir los cuatro años, su abuelo y su padre de crianza lo llevaron a un pequeño valle cercano a la aldea. Era una costumbre ancestral, a esta edad, dejar cuatro días a un niño en las montañas. Solamente aquellos que pasaban esta prueba podían ser alimentados y criados en la aldea. Allí, en una pequeña y estrecha cueva, dejaron pieles, alimentos, agua, una pequeña daga y la flecha multicolor.
El primer día lo pasó envuelto en pieles, sin moverse apenas, para alimentarse y beber agua. En la noche, un sonido de derrumbe provino del interior de la cueva. El pequeño Youke avanzó con una piedra luminosa en una mano y la daga en la otra. Un lamento comenzó a escucharse. Poco después llegó a la zona del derrumbe. Allí, producto de la lluvia que corría por la ladera montañosa, se había acumulado agua. Una pequeña cabeza de ave sobresale apenas del agua y gritaba:
—¡Sálvame!
Youke no dudó. Entró al agua y, con esfuerzo, liberó al pequeño polluelo debajo de las rocas. El polluelo se arrastró y le dijo:
—Chico, te recompensaré, cuando crezca, cuando sea poderoso. Por ahora trabajaré para ti durante 500 años.
—¿Eres un ave Yokel? —le preguntó curioso Youke.
—Bueno, chico, como me salvaste seré lo que desees. Si quieres que sea Yokel, lo seré, pero no cantaré. Si deseas que sea dragón, puedo serlo, pero sin quemar nada. Así funciona. Hablando de quemar… ¿Tienes algo bueno de comer? Tengo un hambre milenaria y más mítica que yo.
—Tengo un poco de carne seca, agua y…
—¡Dame la carne! El agua… oh no, no hables de eso. El agua y yo, no, no, no. ¡Carne! ¡Dame la carne!
Salieron a la entrada de la cueva. Allí, entre pieles, había una bolsa de cuero. Youke iba a abrirla. La bolsa, las pieles, todo desaparece. Solo una vasija con agua quedó en la ahora rústica y helada cueva.
—Oh, vamos a morir de hambre —dijo Youke.
Yokel se paró frente a él. Su cabeza apenas llegaba a las rodillas del pequeño niño de cuatro años y le dijo:
—No eres un cazador. Vamos a cazar.
En la mañana del quinto día, el abuelo y padre de crianza de Youke ingresaron al valle. El olor de carne asada los llevó a apresurar sus pasos. Ingresaron al pequeño valle y allí vieron al pequeño Youke jugando con un pequeño pájaro. En una rama, sobre un fuego, una presa asada y jugosa estaba a punto. Se miraron uno al otro, avanzaron hacia la cueva, ahora cubierta hasta el mínimo detalle de pieles de todo tipo de animales.
—Abuelo… Padre, ¿puedo quedarme unos días más en el valle?
Capítulo 5: Cazadores Antiguos
La suave lluvia de otoño lavaba el paisaje nocturno de las escarpadas montañas que rodeaban la pequeña aldea. Algunos jóvenes se reunieron en el centro del poblado, frente a la casa del jefe. Aquel día marcaba el inicio de la temporada de caza, y, como dictaba la tradición, los jóvenes que alcanzaban la mayoría de edad debían internarse en las montañas. Era una antigua costumbre que se repetía cada año, en la primera noche sin luna del otoño, cuando se preparaban para salir al mundo por sí mismos.
Youke no podía recordar con claridad su infancia, pues la memoria opera bajo mecanismos que nadie controla ni entiende del todo. Algunos recuerdos se conservan nítidos, otros se difuminan, y muchos han sido sepultados bajo la defensa inconsciente del olvido. Sin embargo, ciertas impresiones persisten: sonidos, aromas, sensaciones que le formaron más allá de los hechos.
Fue encontrado por hombres de la aldea en los límites del territorio. Se enviaron mensajes a las aldeas vecinas, pero nadie conocía a un niño perdido. El jefe decidió criarlo como uno más de sus hijos. Para Youke, el jefe era su padre, y todos en la aldea sentían un cariño especial por él.
En los días más duros del invierno, los habitantes se reunían en la casa comunal. A la luz y calor del fuego se contaban historias, dando vida a cada personaje con una voz distinta, un gesto sutil, una cadencia particular. Aquella teatralidad le abrió el mundo de las palabras. A los cuatro años ya contaba historias simples; a los cinco, recitaba y cantaba cuentos completos. Todos se sorprendían, sin saber de dónde nacían esos dones.
Era un mundo inmenso. Nadie recordaba por qué sus antepasados se internaron en las montañas filosas. Según las historias deformadas por el tiempo, fueron perseguidos por falsos dioses que ambicionaban sus técnicas antiguas.
El jefe salió, observó el rostro silencioso de los seis jóvenes formados en círculo y sacó una vieja bolsa de cuero. De ella extrajo seis fichas de hueso, parecidas a puntas de flecha.
—Estas fichas, elaboradas por nuestros antepasados con huesos de dragón, marcan su rumbo, su destino. Deben lanzarlas y avanzar en la dirección que señalen. Algunos de ustedes encontrarán su destino lejos de nosotros, pero por siempre seremos uno. No son dueños de las técnicas que poseen; los pasos del cazador no pueden ser transmitidos a foráneos. Comiencen.
Los jóvenes lanzaron sucesivamente sus fichas. Youke se agachó y colocó la suya en el suelo, que señala hacia la salida del sol. En el horizonte montañoso, las cuatro lunas brillaban.
Sin decir palabra, los jóvenes iniciaron su viaje. En su mano izquierda llevaba una flecha multicolor. Avanzó unos pasos fuera de la aldea, se dio vuelta, se postró de rodillas y realizó nueve reverencias. Los dos hombres, en la puerta de la aldea, asintieron con sus cabezas y lo vieron desaparecer en la distancia, bajo la suave lluvia otoñal.
Capítulo 6: Hermanos
El viejo camino de montaña crujía bajo el paso constante de Youke. Pronto se abrió un pequeño valle, y de una cueva escondida salió un ave de escaso plumaje que parecía un polluelo de avestruz. Se acercó a Youke, lo observó de arriba abajo y le dijo:
—A ver, chico, ¿qué cosa buena me traes hoy para degustar?
Youke lo miró sonriente:
—Vengo a despedirme, viejo pájaro. Creí que era tu hermano mayor; ya veo que te consideras un viejo mayor. Bueno, ya te había dicho, cuando éramos hermanos, que viajaría en otoño.
—Oh, hermano mayor, no tienes sentimientos. Cuántas veces te he dicho que soy una antigua leyenda, un ave mítica nacida para volar por los mundos. Tuviste la fortuna de ayudarme cuando tenía el agua al cuello. Yo debería ser el hermano mayor.
—También tenías varias rocas encima.
—No hay necesidad de recordar cosas tristes. Te prometí compensar tu ayuda.
—No recuerdo que ese fuera el acuerdo, o tus palabras cuando eras un pollo mojado —respondió Youke, serio.
—Te dije que trabajaría para ti durante quinientos años. Seguramente aquella roca me golpeó muy fuerte.
—Me despido. Quedas liberado de la promesa, pájaro de leyenda. No sé cuándo volveré, ni siquiera puedo asegurar que lo haga. Nos encontraremos nuevamente si así debe ser.
Youke salió del valle y retomó el camino de montaña. El sol calentaba su rostro. El cabello largo salía de su gorro de piel y caía sobre sus hombros. Al cinto llevaba el cuchillo de cazador, regalo de su abuelo de crianza. En la espalda, el arco y las flechas en su carcaj de cuero. Una bolsa colgaba con los elementos necesarios.
Según los viejos cazadores, nada bueno había al final de las montañas. Había en la región varias aldeas similares, cada una con su zona. Más allá era un mundo desconocido para la mayoría. Se contaban historias de bosques peligrosos donde pocos de los que se aventuraron regresó. Esta vez, Youke decidió avanzar. Algo en su interior lo llamaba. Un llamado antiguo en sus sueños.
A la distancia se veían los límites: donde el agua caía desde gran altura y formaba arcoíris contra los árboles de la montaña.
Se sentó en unas rocas, sacó una bolsa con carne salada, un buen trozo y lo mordió. Detrás de él, una voz:
—¡Hermano mayor, tengo mucha hambre!
Capítulo 7: Los Pasos del Cazador Antiguo y la Memoria
En una escarpada montaña, al interior de una angosta cueva, Youke meditaba en silencio.
Su conciencia y memoria del mundo ocurrieron en un entorno rústico, donde la naturaleza y el trabajo marcaban el ritmo vital. Lo primero que conservó fue el eco de las voces: la de su padre, la de su abuelo de crianza —graves, firmes, como raíces sonoras—, y la de su abuela, envolvente y melodiosa. Sin saber entonces qué significaban esos tonos, su cuerpo ya reconocía el lenguaje emocional que portaban.
En paralelo, descubrió el universo de los olores: el humo de la madera, el perfume de las flores, el sudor de los cuerpos cansados, los aromas dulces de las frutas y la peste ácida del trabajo duro. Aprendió que no todos los olores desagradables eran repulsivos; algunos evocaban respeto más que rechazo. Su abuela, sabia en saberes no escritos, distinguía el tipo de madera solo por el humo que exhalaba al arder. Ella era especialmente vigilante con él. Sus abuelos disfrutaban el té bajo las lunas llenas, y, en las noches de tormenta, lo miraba asombrado como el pequeño bebía como un adulto el aromático brebaje.
Su madre no era hija de aquel mundo. Había escapado de su clan para seguir por amor a su padre, un hombre de armas y misterios. Su voz —más danzante que grave— la hacía resaltar entre las mujeres de su memoria perdida. Ahora recordaba sus voces, aunque no sus rostros. Recordaba sus siluetas, sus aromas. Nadie podría borrar eso de él, ni la imagen del amanecer sobre una montaña de tres picos nevados, ni aquella flecha multicolor.
Desde niño desarrolló una percepción sensorial aguda. Podía ver, oír y oler cosas que los demás no notaban. Al comienzo creyó que todos compartían esa capacidad, pero pronto entendió que era anómala. Aprendió a callar. El mundo infantil no tolera lo diferente; ser raro es un riesgo, y él solo quería pertenecer.
Aprendió a ser como los demás. Le enseñaron a cazar, a pescar, a caminar sin hacer ruido por la espesura, incluso en noches sin lunas. Las espinas, heridas y caídas formaban parte del entrenamiento silencioso para convertirse en hombre. Llorar no estaba permitido —salvo cuando uno recibía una paliza de los padres o abuelos— y, aun así, debía hacerse en silencio.
Según las enseñanzas de su abuelo y su padre de crianza, el camino de un cazador podía tener variantes, pero la línea recta y adecuada, de acuerdo a los cantos de los ancestros, se describe así:
Eco primario: es el inicio del camino y se inicia a los cuatro años de nacido; el cuerpo reacciona a los peligros con reflejos más agudos de lo normal. Se despierta una intuición de dirección, como si supiera hacia dónde ir o qué evitar.
El primer paso del cazador: es cuando el entorno comienza a responder a su voluntad: animales lo observan, el viento le guía, las armas se vuelven una extensión natural. Los sentidos se agudizan más allá de lo humano.
El segundo paso del cazador: es cuando puede leer las intenciones de otros, percibir emociones o peligros invisibles. Su cuerpo se adapta rápidamente a combates y entornos extremos.
El tercer paso del cazador: es cuando se da el paso al vacío; a partir de este momento eres el gobernante absoluto de tu entorno, capaz de controlar cada músculo y cada latido de tu cuerpo a voluntad. Es el punto de no retorno: los que llegan a este paso, según las enseñanzas transmitidas por los ancestros, dejan de ser para poder ser y pueden permanecer aquí toda su vida. Solo unos pocos pueden dar uno o dos movimientos más para llegar a la cúspide.
Mirada del depredador: puede controlar su presencia, hacerse notar como una amenaza o volverse completamente invisible a voluntad. Comienza a comprender que hay algo más en su interior, tal vez una herencia olvidada.
Eco mayor: aquí empezaría a compararse con cultivadores de alto nivel del mundo superior. Su poder será certero, silencioso, inevitable.
Youke analizaba los cantos de los ancestros, entendía los pasos, pero no podía definir en cuál estaba; era una amalgama de ellos, sin orden lógico. Era una especie de camino de cazador para él. Sabía, por los cantos, que en la antigüedad había cazadores míticos que, según las canciones, podían derribar estrellas y dioses, pero no se sabía de sus caminos: era un secreto que cada cazador se llevaba a la tumba. Youke sospechaba que estas mismas habilidades habían causado la caída y declive de los ancestros, para terminar retirados del mundo entre los peligros de las montañas filosas.
Sentía que había avanzado en su camino de cazador. No sabía cuánto, pero sentía cosas nuevas, más profundas. De alguna manera, su percepción se había agudizado. Podía ver a Yokel fuera de la cueva, ensayando una especie de danza extraña con movimientos de cuello y alas.
Se incorporó, realizó ejercicios para activar su cuerpo tras el reposo, tomó sus cosas y salió, con paso lento, de la cueva. Yokel detuvo sus movimientos, fue hacia la tienda, observó expectante a Youke y le dijo:
—Hermano, ¿no vas a felicitarme por mis refinados movimientos?
—Si, Yokel, es inspirador; es como la imitación libre de los últimos movimientos de un cisne moribundo, pero desplumado.
—Oh, chico, tú no tienes imaginación artística y poética. Tu habilidad es en la cocina, asando carne deliciosa. Hablando de eso, hermano mayor, vamos a cazar y comer algo; estoy a punto de morir de hambre.
Capítulo 8: Cazadores de Te
Había llovido toda la noche; era el final del otoño. Las gotas rezagadas todavía caían desde las ramas más altas, marcando compases sobre las piedras húmedas. La niebla helada envolvía la cumbre como un velo que aún no decidía si quedarse o partir.
Youke salió de la cueva sin apuro. Cargaba el arco al hombro; la flecha multicolor dormía en su carcaj. Yokel lo esperaba a unos pasos, en su tamaño habitual: pequeño, plumaje revuelto y escaso, ojos que nunca pestañeaba.
—Chico —dijo, con voz grave, al tiempo que comenzaba a crecer—, hoy descubrí un avance importante en mi cultivo. ¿No lo notas? ¿No me veo más fuerte, más hermoso de lo habitual?
Youke no respondió. Se ajustó el cinturón de cuero, cerró bien la bolsa con los utensilios y comenzó a andar. Yokel lo siguió, inflando el pecho como si la montaña necesitara saber que él también era parte del paisaje.
—Hermano mayor, es la pluma blanca en mi colita, apréciala y dime qué opinas.
Youke lo miró, miró la pequeña pluma blanca y le dijo:
—Seré sincero contigo, hermano menor; en la aldea, si un gallo tiene plumas blancas en la cola, será el primero en ir a la olla. Dicen que eso significa que solo sirven para caldo. No muy bueno, dicen las abuelas.
—Chico, eres cruel. Creo que tienes envidia de esta hermosa ave.
No hablaron durante un buen tramo. Los dos sabían que las bestias con más sentidos que hambre cazaban a los parlanchines. Había señales: rastros circulares en la tierra, ramas partidas en ángulo anómalo, olor a savia demasiado vieja.
En una quebrada, Yokel se detuvo.
—Hermano… ¿ves eso?
Youke ya lo había visto: un rastro de garras, pero sin peso. Algo que caminaba sin hundirse. La marca de una criatura mágica menor, quizás una nieblídea o un trozador errante; difíciles de cazar y más difíciles de comprender.
—No es de esta parte de la montaña —dijo Youke, apenas moviendo los labios.
—O quizás sí, pero nos ignoraba… hasta ahora —murmuró Yokel.
Avanzaron bordeando el musgo. Youke sacó una cuerda fina, preparada con una sustancia amarga. La colocó entre dos piedras y se ocultó tras una raíz caída. Yokel se encogió detrás de él. La bestia apareció poco después.
Era alta como un ciervo, pero no tenía ojos. Su piel estaba cubierta de hojas adheridas, y su boca —o lo que parecía su boca— estaba en el centro del pecho. Se movía como si flotara.
Yokel lanzó un graznido corto. Youke se movió: no apuntó al cuerpo, sino a la rama sobre la criatura. Disparó. La flecha rebotó, como si el aire mismo la hubiera desviado; pero el sonido hizo que la criatura girara, mostrando el flanco.
Yokel parpadeó con movimientos que el ojo humano más rápido no podía detectar; desde lo alto, no cayó como un peso, sino como una idea. Chilló, picoteó, solo distraía a la bestia. Youke se acercó, rodando entre hojas, y colocó un segundo señuelo.
La criatura retrocedió, silenciosa, sin herida visible, pero confundida. Luego se disolvió entre los árboles, como niebla que decide cambiar de bosque.
Yokel aterrizó a su lado, encogido, jadeando.
—Hermano mayor, esa cosa tenía más dientes que ideas. ¿Qué fue eso? ¿Un gato? ¿Un espíritu mudo? ¿Un mal chiste de los dioses?
Youke se agachó, tomó un puñado de hojas toscas de un conocido aroma, aspiró el olor. Recordó a sus abuelos, tomando té y charlando, y sonriendo como cómplices en las noches de tormenta.
—No lo sé. Pero hoy fuimos muy afortunados.
Sacó una gran bolsa y comenzó a guardar delicadamente las hojas; también había algunas flores entre ellas.
—Entonces cazamos otra cosa. Hoy no quiero bailar mientras muero de hambre.
Regresaron por otro sendero, sin rastros de criatura, pero con una incomodidad clavada en la espalda de Yokel y una sonrisa en los labios de Youke.
Se detuvieron en la ladera de una escarpada montaña; allí Yokel usó sus habilidades y velocidad para hacer una cavidad para ambos. Youke hizo fuego con ramas secas y preparó carne salada. El cielo comenzaba a abrirse, dejando ver una franja de luz dorada entre dos picos.
Mientras el ave giraba con movimientos torpes junto al fuego, Youke levantó la vista. Sintió algo. No lo vio, pero lo supo. Arriba, en la cúspide de la montaña, alguien o algo los observaba.
Yokel calló de pronto. Se sentó. Se encogió.
—Hermano… tengo hambre. Comamos.
Youke asintió.
No hubo más palabras. La comida se hizo en silencio. Unas hojas cayeron al fuego y lo tiñeron de un humo azul.
Lejos, en lo alto, una figura se apartaba de la piedra.
Capítulo 9: Flechas en la Sombra
La noche se había vuelto inquietantemente clara: sin nubes, cuatro lunas altas y el crujir remoto de hojas que nadie parecía pisar. Youke avanzaba por un corredor natural entre rocas negras. El arco descansaba en su mano izquierda; en la derecha giraba una flecha de plumas negras, recortadas en forma de escudo. Cada rotación era un latido medido.
—Chico, hay algo que no huele a montaña.
La voz mental de Yokel llegó como un aleteo leve. El ave volaba a poca altura, del tamaño de un halcón, sin emitir sonido alguno.
—Lo sé —respondió Youke en silencio—. Viene de la garganta del sur. Dos, quizá tres presencias.
Se agachó, palpó el suelo. Vibración. Tropas ligeras, no bestias. Disciplina de marcha. Llevaban metal fino: el eco era distinto al hierro tosco de los exploradores nómadas.
—Saben de nosotros —la frase mental de Yokel fue un chisporroteo. De pronto su plumaje escaso se erizó y la pluma blanca de la cola pareció estremecerse de orgullo.
La primera saeta silbó desde la grieta rocosa, cargada de energía verdosa. Youke giró su cuerpo con flexibilidad imposible; la flecha enemiga rozó su manga, pero no arañó la piel. Ya tenía el arco tensado. El impulso de cuerda fue un suspiro: disparó dos veces. Yokel hizo un giro invertido, atrapó la flecha enemiga en pleno aire y regresó a la sombra.
Chirridos metálicos: los intrusos portaban armaduras de escamas vivas que reflejaban la luz de la luna, pero resultaban inadecuadas para este tipo de geografía; eran espejos móviles, blancos perfectos a la distancia. Tres saltaron: calzado pulido, espadas de filo turquesa. Pero ninguno supo adónde mirar: Youke se había convertido en un borrón. Controlaba cada músculo, cada tendón, con la precisión de un latido consciente; cada respiración era cálculo. En el estadio entre segundo y tercer paso del cazador, su cuerpo se fundía con la inercia.
Una flecha negra atravesó la oscuridad. Un tintineo: pluma contra acero. Yokel descendió como relámpago, devoró la espada que intentaba bloquear el disparo y el guerrero tropezó con su sorpresa. Dos zancadas bastaron para que Youke lo dejara fuera de combate con un golpe rotatorio del arco.
El segundo enemigo lanzó esferas luminiscentes: insectos cristalizados que explotan al contacto.
—Arriba —avisó Yokel.
Youke saltó a un saliente rocoso, a la sombra de las lunas, giró en el aire y disparó tres proyectiles; las flechas silbaron con trayectorias imposibles, reventando cada esfera antes de que tocara roca. Fragmentos de luz cayeron como lluvia fluorescente.
El tercero intentó huir para avisar a sus compañeros ocultos. Youke aterrizó detrás de él sin hacer ruido, apretó los dedos en su hombro, inmovilizó nervios clave. La respiración se detuvo. Una flecha impidió todo grito: clavada en el cuello, bloqueó los sonidos del fugitivo, que lo miraba aterrado mientras caía, silencioso, sostenido por el agarre firme del joven. Hizo de señal muda con los brazos antes de quedar inmóvil, con sus ojos opacos reflejando cuatro lunas.
—Hermano mayor, quedan más en la garganta —Yokel regresó con las tres flechas usadas sujetas en el pico—. Y sí, recuperé cada una, no te quejes.
Youke inspeccionó los símbolos tatuados en los cascos de los enemigos: un sol segmentado por cuatro lunas. Recordó viejos relatos de su padre adoptivo: esa insignia pertenecía a rastreadores y exploradores del Imperio.
—No sé qué buscan, pero si un día llegan a la aldea sería el fin —según decía mi abuelo.
Un silbido grave resonó desde el cañón profundo. Una bestia iba a liberar su voz… o su hambre. No era momento de preguntas.
—Hermano menor —dijo Youke en voz baja—, carguemos la comida y el equipo. Vamos hacia la pared norte; las bestias sintieron el olor a sangre, ninguno de ellos verá el mañana.
El ave, todavía con las plumas erizadas, parpadeó dos veces y encogió su tamaño hasta la forma habitual. Todo el equipamiento —bolsas y armas de Youke— desapareció; solo una daga quedó en su cinturón de cuero. Yokel se plantó con dignidad ante él:
—Prométeme que no habrá más carne salada, y lo llevaré todo.
Youke sonrió apenas:
—Te lo juro por la olla de las abuelas.
Con un batir de sus diminutas alas, Yokel tomó velocidad. La pluma blanca parpadeó bajo la luz lunar. Detrás del ave, Youke inició el descenso veloz por la pared de roca. Atrás, los ecos metálicos de un pelotón mayor y los bramidos de una criatura sin nombre se mezclaban con el murmullo del viento. Pero la montaña ya conocía ese ritmo: paso, eco, gritos, silencio.
Y ese compás era la música habitual que resonaba en las Montañas Filosas. Nadie aún había conseguido imitar ese eco desgarrador. El canto del Yokel, el ave cantora de las Montañas Filosas, no tenía plumas: era un concepto. Si escuchabas su canto, era tu última vez en este mundo.
Interludio: 1 Ecos del destino y murmullos
- Luoyangfu – Sala de jade
Noche sin bruma en la capital. Las linternas de aceite, alineadas sobre los canales, dibujan líneas doradas que dividen la piedra blanca de los puentes. En la sala interior del palacio lateral, la Consorte Yang avanza descalza sobre los mosaicos de jade; a su lado, Zhou Wenxi porta un estuche de bambú sellado con hilo carmesí.
—Los informes coinciden —susurra la consorte—. Tres legiones bastan para sofocar tribus, relajar clanes; pero un destacamento de expertos desaparecidos sin huellas ni explicación, en una noche a la luz de las lunas, en las Montañas Filosas, exige otra clase de explicación. Es inaceptable. Justo en las fronteras de tu territorio, Zhu, de la tierra ancestral Han.
Wenxi asiente. Dentro del estuche hay permisos de viaje ya firmados, sellados con el dragón imperial. Nadie saldrá de Luoyangfu sin pasar por sus manos; nadie saldrá del territorio Zhu sin pasar por sus manos.
—He enviado exploradores a lugares clave para nuestros planes. Si algo cruza el límite, la Legión Carámbano recibirá órdenes directas.
La consorte, apenas sonriendo, deja caer un pétalo en el agua de un cuenco ceremonial. El color se diluye: un augurio aceptado. - Archipiélago Fengdao – Salón del viento
Más al sur, el oleaje empuja brumas salinas contra los altos pabellones de madera oscura. El patriarca anciano, Xun Zheng, se apoya en su bastón mientras observa a su nieta, Xun Yue, embarcar provisiones.
—Ve y aprende —dice, su voz apenas un hervor—. Las montañas no son gentiles como el mar, pero también enseñan mareas.
A un lado, el patriarca actual, Xun Jiang, entrega a su hija un medallón de obsidiana.
—Lleva el sello. Si ocurre algo más allá de tu control o de tu maestro, Bo Ren, no dudes en usarlo; nadie en este mundo rechazará un favor Xun. Recuerda que el mar siempre acompaña a sus hijos. No olvides mantener distancia con esos tres tontos enamorados tuyos; no me agradan para ti.
—Sí, padre. —Corrió y abrazó a su abuelo y a su madre.
Veinte jóvenes del clan, liderados por un maestro anciano de barba blanca recortada, siguen a Xun Yue. Parten al amanecer rumbo a las Montañas Verdes, planificando finalizar su viaje a finales del otoño en Bailian, deseosos de un mundo sin sal en los labios, de lotos mágicos en el lago helado.
III. Houlu – Patio de brasas
El aire huele a acero frío y mineral ardiendo. Gu Yuren, hermano menor del patriarca, Gu Han, observa chispas al caer sobre la forja. Su hijo, Gu Chao, cierra un estuche de flechas envenenadas.
—El sendero está trazado —dice Yuren—. Tu primo confía demasiado en la sangre. Llévalo a las Montañas Verdes; la noche misma será testigo de su final.
Chao inclina la cabeza. Sabe que, si Gu Lei muere, el patriarcado regresará a la rama de su padre. Detiene un instante la respiración cuando el yunque resuena: tiene la forma de un corazón antiguo partido en dos.
- Extremo suroeste – Isla brumosa de los Yokan
Sobre un acantilado velado por niebla cálida, un santuario de madera ennegrecida respira con el oleaje. En la penumbra de su aposento, Yoken Tu abre los ojos tras un letargo extenso. No hay lámparas: solo la luz de la luna filtrada por listones de bambú.
Una silueta se adelanta, imposible de enfocar. Extiende ambas manos; en ellas, dos flechas de plumas multicolor despiertan un fulgor tenue. El anciano se incorpora, susurra un aliento y niega con la cabeza. No pronuncia la palabra. Las arrugas de su rostro se tensan; algo entre honra y duelo vibra en su mirada. En su espalda, una herida que no cierra le recuerda los ojos de su nieto y su sonrisa. Se incorpora; un agudo silbido de sus labios, y varias siluetas envueltas en sombra aparecen frente a él, con una rodilla en el suelo.
Con sus manos y dedos crea signos en rápida sucesión.
Las figuras desaparecen tan silenciosas como llegaron. Las flechas quedan sobre la mesa baja, cruzadas. Afuera, el mar ruge como si recordara antiguos juramentos.
Epílogo breve
Cuatro lunas dominan los cielos, iluminan los mares y las tierras. Hilos invisibles atan voluntades: una consorte que urde planes, una heredera que busca montaña y emociones, un traidor que golpea un yunque soñando con el futuro, un fantasma que despierta con un deber. Y, lejos todavía, un joven cazador y su pequeño hermano avanzan por rocas vivas sin saber que todas las mareas —de jade, de hierro, de sangre o de niebla— ya los invocan; en voz baja, el destino, las cuatro lunas y el sol murmuran a su manera.
En una torre, una mujer medita en silencio, escucha murmullos y ve sin mirar.
Capítulo 10: Gu Lei
Gu Lei corría entre ramas y arbustos. Detrás, las voces de sus perseguidores. Tres días sin descanso. Las heridas sangraban. Sus fuerzas menguaban. Una flecha silbó junto a su cabeza. Otra le alcanzó el hombro. Las demás se clavaron en árboles o se perdieron en el río.
Se detuvo. Miró a sus enemigos, que se acercaban con arcos y espadas. Apretó su espada corta y rió fuertemente. Su risa retumbó entre montañas.
—Oh dioses, ya que permiten que yo, Gu Lei, hijo de mi padre, muera a manos de cobardes, dejadme enviarles algunas de sus cabezas como saludo.
Uno de los perseguidores, con túnica roja de bordes dorados, adelantó:
—Gu Lei, debes estar bromeando. En la familia Gu soy el más guapo y el más valiente. Mi querido tío debería agradecerme por limpiar su desastre.
—Gu Chao, ven a tomar mi vida tú mismo, cobarde.
—Si hiciera eso, no podría afirmar que también soy el más inteligente.
A una señal suya, los hombres rodearon a Gu Lei.
Varias flechas surgieron desde la espesura. Tres hombres cayeron. Una voz firme se escuchó:
—El que se mueva, muere. Gu Lei, Gu Chao, tienen una oportunidad.
Uno de los arqueros levantó su arco y disparó. Tres flechas respondieron. Tres cuerpos cayeron.
Gu Lei se lanzó hacia Chao con su espada. Este esquivó con su sable. Quedaban cinco perseguidores. Uno sacó una daga y dio un paso. Una flecha le atravesó el cuello y salió por su ojo derecho. Los tres restantes arrojaron sus armas y alzaron los brazos, mirando hacia la espesura.
Gu Lei hundió su espada en el pecho del joven Chao. Luego atacó a los tres hombres restantes sin dudar. Se dejó caer de espaldas y murmuró:
—Gracias.
Youke salió de la espesura. Caminó hacia Gu Lei y le lanzó una bolsa.
—Cura tus heridas.
Recogió sus flechas, tomó la daga del enemigo caído y la colocó en su cinto. Un ave de poco plumaje recorría la escena, recogiendo anillos, joyas y armas con su pico amarillo.
Youke lo miró:
—Consígueme las flechas. Necesito las puntas.
El ave trabajó velozmente y reunió montículos de flechas. Youke se acercó a Gu Lei, tomó su espada, cortó una rama de un árbol, sacó un trozo, y comenzó a separar las puntas de flecha, que guardó en una bolsa de cuero.
Al pasar junto a Gu Lei, dejó caer la espada. El herido se incorporó con dificultad y los siguió en silencio, rumbo a la espesura.
Capítulo 11: Invitados, golosos y festín
Las últimas llamas del fuego dejaban ver las brasas ardientes que crepitaban al caer grasa sobre ellas. Un enorme jabalí de río se asaba lentamente. Youke separó las brasas, colocando dos gruesas ramas a medio secar en los costados y movió brasas hacia la parte de la cabeza y cuartos traseros, dejando unas pocas en la zona de costillas y vientre. Yokel, el ave de escaso plumaje, revisaba los tesoros obtenidos a un lado. Gu Lei llegó con más leña, la dejó junto al fuego y se sentó en silencio, perdido en sus pensamientos.
Youke tomó su arco y, en rápida sucesión, disparó cuatro flechas que desaparecieron con un silbido en la oscuridad de la noche. Yokel y Gu Lei reaccionaron, aguzaron sus sentidos, pero no percibieron nada. Observaron a Youke, que seguía atizando el fuego con una flecha para peces. Lentamente se colocaron tras él en silencio.
Un rato después, unas ramas crujieron. Detrás del sonido, una voz anciana:
—Amigos, no teman, somos gente de paz. Estamos perdidos. Vimos el fuego a la distancia y nos acercamos por una guía. No tenemos mala intención. ¿Podemos acercarnos?
—Gu Lei, diles que solo dos pueden venir —dijo Youke sin alzar la voz.
Gu Lei se incorporó y gritó sin dudar:
—Solo dos pueden acercarse.
Poco después, un anciano de barba blanca y recortada se acercó. Detrás de él, una joven de túnica azul con bordados de flores avanzaba a paso lento. Su rostro, cubierto por un velo, parecía flotar sobre la hierba. Se detuvo a unos pasos del grupo, observándolos atentamente. En sus manos, un sable blanco destacaba bajo la noche. El anciano se inclinó ligeramente y dijo:
—Muchas gracias a los jóvenes por su misericordia.
Extendió ambas manos, mostrando cuatro flechas. Yokel se acercó y, sin que el anciano supiera cómo, las flechas desaparecieron de sus manos.
Tras un breve silencio, Gu Lei le indicó:
—Viejo señor, tome asiento.
Señaló unas mantas cercanas al fuego. El anciano asintió y, luego de agradecer, se sentó con las piernas cruzadas. La joven quedó de pie detrás de él.
Yokel entregó las flechas a Youke, quien las examinó lentamente, una a una. Las olió. Guardó tres en el carcaj y mantuvo una en su mano. Volvió a olerla mientras observaba a la joven del velo. Notó un leve movimiento: ella apretaba su sable. Sonrió.
—Me gusta el aroma a durazno —murmuró Youke.
La joven ya no pudo disimular su tensión. Iba a dar un paso, pero el anciano se incorporó rápidamente y la detuvo.
—Joven señor, le debo disculpas. A veces los jóvenes no saben comportarse y actúan creando malentendidos.
—¿Eso es así? —preguntó Youke, sin dejar de mover las brasas y girar la vara que sostenía al jabalí—. Me pareció ver una competencia para ver quién acertaba una flecha a mi compañero emplumado, y que el premio sería una corona de flores que ofrecía la joven.
El anciano, desconcertado, miraba a la joven, a Youke, y no encontraba palabras. ¿Quiénes eran estos jóvenes con esa extraña ave, cocinando en plena montaña como si fueran dueños del lugar? Finalmente, abrió sus brazos y los dejó caer a los lados.
—Les ruego no lo tomen a mal. Solo era un juego sin intención. Estamos dispuestos a compensar.
—Oh, qué interesante. Yokel, mi compañero alado, me decía que le gustaría una espada blanca como la que lleva la joven. Y como él fue la diana de la competencia, es a él a quien deben compensar.
A su lado, Yokel asentía como un pollo picoteando granos. La joven iba a protestar, pero notó que no tenía espada en la mano. El viento rozó sus labios y se dio cuenta de que tampoco tenía el velo que cubría su rostro.
Youke y Gu Lei la miraban sorprendidos por su belleza: rostro de jade, ojos brillantes. El anciano, atónito, no sabía qué hacer. Sus conocimientos de filosofía, ética y escritura eran inútiles en ese momento. Solo atinó a sentarse y dejar todo en manos del destino.
Youke cortó dos trozos dorados de carne grasosa y los ensartó en flechas. Caminó y ofreció uno al anciano y otro a la joven. Ambos lo tomaron, desconcertados. El anciano mordió un trozo, luego otro, y emitió sonidos de placer al comer. Youke asintió, sonriendo. Luego, ofreció otro trozo a Gu Lei.
Yokel, en un instante, hizo desaparecer la cabeza del jabalí. Miraba a Youke con ojos tristes, como esperando más.
La joven mordió un pequeño trozo, dudosa. Saboreó la carne: la grasa hacía brillar sus labios. Tomó un bocado más grande. Nunca había probado algo así. El sabor era perfecto, con un toque de hierbas que no lograba identificar. A su lado, el anciano ya iba por su segundo trozo.
Ella se acercó a Youke, devolvió la flecha. Él le entregó una daga afilada.
—Joven, sírvase usted misma.
Ella no dudó. Fue a la zona de costillas y cortó un buen trozo, con cuero crujiente como galleta. Yokel, rápido, hizo desaparecer la pierna trasera del jabalí. El anciano y Gu Lei ya no se molestaban en disimular. Pronto no quedaba carne, solo rostros contentos y grasosos. Todos giraron a ver a la joven, que saboreaba las costillas bajo la luz danzante del fuego alimentado por ramas secas y verdes.
Capítulo 12: Charla nocturna y cenizas al viento
La joven Meilan, ya sin velo ni espada, cortaba la carne con la misma naturalidad con que antes caminaba. Lo hacía lentamente, y aunque todos la observaban, parecía estar en otro mundo.
Bo Ren, el anciano que había traído las flechas, hablaba poco, pero lo hacía con convicción. Les contó que venían de la Ciudad de Xunhai y que su misión era llevar a los jóvenes hasta la ciudad de Bailian, donde el Clan Zhou, uno de los más poderosos del gran Imperio del Este, celebrará un encuentro de artes y poesía. La reunión tendría lugar a mediados de invierno, durante la floración de los lotos nevados: un fenómeno que ocurre cada cien años en un lago cercano, normalmente estéril, donde no hay peces ni vida aparente.
Durante esos días, la ciudad mítica de Bailian se llena de peregrinos de todo el imperio y territorios lejanos. Según la leyenda, presenciar el florecimiento augura un destino favorable. Se rumorea que el poder del Clan Zhou está vinculado a estos lotos. En el pasado, eran un clan menor de Bailian, hasta que ascendieron de forma repentina.
Bo Ren agregó que no podía confirmar ni negar nada, pero sabía que el patriarca del clan era una figura carismática y ambiciosa.
Continuaron charlando por un rato, hasta que Meilan terminó su carne. Youke la miró y sonrió. Los demás suspiraron con alivio. A una señal discreta de Youke, el ave se acercó a la joven, tomó la flecha y dejó ante ella la espada blanca y el velo. En un parpadeo, apareció triste y resignado junto a Youke, quien le acarició las plumas con unas leves palmadas. La joven se incorporó y le hizo una reverencia de gratitud al ave, que no por eso parecía menos desconsolada.
—Mañana deseo un jabalí para mí solo —le dijo Yokel en voz baja a Youke.
El anciano invitó a los jóvenes a continuar camino con ellos, pero declinaron la propuesta. Youke solo dijo que quizá se encontraría con ellos en la ciudad de los lotos nevados. Bailian a mitad de invierno.
Tarde en la noche se despidieron. En el camino de regreso, Meilan le preguntó al anciano:
—Maestro, ¿sentiste sus niveles de cultivo?
—Solo al joven Gu Lei. Cultivo inicial de la tierra, habilidades con la espada de nivel básico alto. El ave… ni idea. Jamás he visto algo así. Y el joven… es un misterio. Su percepción, vista, oído, sensibilidad y habilidad con el arco no parecen humanas.
—¿Qué dices, maestro?
—Nada. No he dicho nada. Lo que sucedió esta noche es mejor fingir que no ocurrió. Si te vuelves a cruzar con ellos, sé amable… o morirás sin saber cómo.
—Sí, maestro.
—No hables de esto con nadie, ni siquiera con tu padre.
—Sí, maestro.
Junto al fuego, Youke miró a sus compañeros:
—¿Quieren esperar el amanecer o caminamos bajo las lunas?
Se incorporaron. Yokel lanzó un chorro de agua desde su pico y apagó el fuego, levantando una columna de humo y cenizas que se esparcieron en el viento nocturno. Tosidos y quejidos surgieron entre los arbustos. Tres figuras, cubiertas de ceniza y humo, se incorporaron asustadas mientras veían a los tres viajeros desaparecer en la noche tras el follaje.
Cada uno con un vendaje en la mano. Quizá, una herida de flecha.
Capítulo 13: Ciudad estado del Clan Gu
El sol ascendía lentamente por entre los pliegues de las montañas cuando Youke, Gu Lei y Yokel descendieron a un valle más amplio, donde las primeras señales de civilización se dejaban ver en caminos empedrados, campos cultivados y banderas ondeando en la distancia.
—Ya estamos cerca de Huolu —dijo Gu Lei, deteniéndose un momento para observar las torres bajas que asomaban entre los árboles—. Es una ciudad pequeña, pero orgullosa. Mi padre la gobierna en nombre del Reino de Shuangling.
Youke asintió, sin mostrar emoción alguna. Había algo en el aire que le resultaba denso, distinto. Los colores eran más vivos, los sonidos más nítidos. Sus sentidos estaban alerta.
Yokel, a su modo, también percibía algo. Caminaba entre los arbustos paralelos al camino, murmurando frases como «demasiadas personas, pocas plumas».
Al llegar a las puertas de Huolu, fueron recibidos por un grupo de soldados uniformados. El estandarte del Clan Gu, una media luna sobre una ola ascendente, colgaba de las lanzas. Los guardias se cuadraron al ver a Gu Lei.
—Joven maestro —saludan inclinando la cabeza—. Su regreso fue inesperado.
—Estoy aquí. Eso debería ser suficiente —respondió Gu Lei con una sonrisa seca.
Uno de los soldados lanzó una mirada fugaz a Youke y a Yokel, pero no preguntó nada. Se hizo a un lado y permitió el paso.
La ciudad estaba ordenada, los canales de agua fluían por entre las calles empedradas, y los comerciantes ya gritaban sus precios desde los tenderetes. Al fondo, en una colina, se alzaba la casa señorial del Clan Gu.
Durante el camino, Gu Lei explicó que el Reino de Shuangling era uno de los seis reinos menores bajo dominio del Imperio del Este. Cada reino debía pagar tributos anuales —grano, jade, jóvenes cultivadores prometedores para sus escuelas— y mantener su fidelidad. Las ciudades-estado como Huolu actuaban como nodos de control, y cada clan noble tenía su propio rol: defensa, comercio, cultivo espiritual o espionaje.
—Mi familia protege este paso montañoso y responde por la seguridad de la región. Aunque no es la más poderosa, el Clan Gu es respetado… no lo es —añadió, mirando al horizonte.
Esa tarde, se presentaron ante el padre de Gu Lei, el señor Gu Han. Era un hombre de semblante severo, con cicatrices visibles y mirada aguda. Su tono al ver a su hijo fue frío, pero no indiferente.
—Andabas divirtiéndote como siempre. Eso dice algo. Aunque tal vez no lo suficiente. Necesito que asumas que ya eres un adulto y me ayudes un poco.
Luego de una tensa pausa, miró a Youke de arriba abajo, como si tratara de leer algo que no estaba a la vista.
—¿Tu nombre?
—Youke.
—¿Clan?
—Ninguno.
Gu Han asintió apenas. Luego, alzó una ceja al ver al ave que lo observaba desde una viga alta del salón.
—Extraños tiempos —murmuró—. Extraños amigos tiene mi hijo, como siempre.
Durante la cena, en una sala con columnas de madera roja y linternas colgantes, Youke fue observado en silencio por los miembros jóvenes del clan. Algunos cuchicheaban, otros reían por lo bajo. No era común que alguien de fuera, sin apellido ni escolta, se sentara en esa mesa.
Cuando un joven intentó burlarse, Youke lo miró directamente a los ojos. El joven bajó la vista sin decir una palabra. Yokel, mientras tanto, se robaba frutas de los diferentes platos superando la barrera de lo posible.
Más tarde esa noche, en los jardines del pabellón, Gu Lei le dijo a Youke:
—No quiero que se vayan, pero si se quedan mucho… Esta ciudad es pequeña para alguien como tú. Hay quienes ya te temen, y otros que querrán probar tu temple. El encuentro de Bailian no será solo poesía y flores… será una vitrina de poder. Si vas, debes estar atento.
Youke solo miró las lunas, en silencio. Una brisa agitaba las ramas. La ciudad dormía, pero el mundo parecía a punto de despertar.
Capítulo: 14 Paseo Nocturno
En la noche, luego de conseguir con la gentil ayuda de Gu Lei algunas cosas que necesitaba, Youke se despidió en las puertas de la ciudad. Habían avanzado unos cientos de metros cuando Gu Lei y su padre, Gu Han, llegaron detrás con varios hombres fuertemente armados.
Gu Han se adelantó y dijo: —Mi hijo me contó cómo salvaste su vida. Mi hermano menor no es una buena persona; siempre me ha odiado, y su odio se extiende a todo lo que me rodea. Tengo información que asegura que salió temprano con todos sus hombres fuera de la ciudad. Me temo que buscará vengarse por la pérdida de su hijo, mi sobrino.
—Gracias, señor. No se preocupe. Seguramente fueron a otros asuntos. Hoy es una hermosa noche sin luna —respondió Youke, mientras se acercaba a uno de los hombres de Gu Han y, sin dejar de mirarlo a los ojos, tomó una flecha de pluma blanca de su carcaj. Gu Han intentó decir algo, pero su hijo le tocó el hombro.
Los hombres levantaban sus linternas, atentos a cualquier señal de peligro. Youke se inclinó ligeramente y, junto a su compañero casi emplumado, se diluyeron en la noche rumbo a las montañas.
Gu Lei y su padre, con su pequeña comitiva, regresaron a la puerta de la ciudad. Allí esperaron pacientemente toda la noche. Con las primeras luces del amanecer montaron sus corceles. A unos kilómetros de la ciudad, el paisaje era surrealista: cuerpos en todas las posiciones imaginables, con un solo agujero de entrada de proyectil en puntos vitales. No había armas ni joyas en sus dedos, solo cuerpos, y caballos pastando a lo lejos.
Cerca de allí, el cuerpo de un hombre con una flecha de pluma blanca en el pecho y los ojos abiertos mostraba una expresión de incredulidad y miedo Gu Yuren. Era el único cuerpo que mantenía todas sus armas y equipación. Gu Han se sentó en el suelo, tomó el sable de su hermano y miró a su hijo. Este también se sentó a su lado y le apretó el hombro con un leve asentimiento.
A su alrededor, cientos de cuerpos tendidos en el suelo componían una escena terrible. Gu Han llamó a sus hombres: —Una palabra, lo que sea, aunque sea en sueños, y junto al que hable o los que hablen, se llevará a la tumba todo su linaje.
Sacó una daga de su cinturón y la arrojó al suelo frente a ellos. —El que no crea poder guardar silencio, que tome la daga y defienda el derecho de su sangre a vivir.
Todos los hombres cayeron de rodillas y pronunciaron sus juramentos de silencio.
Los primeros rayos del sol iluminaron el horizonte; una pequeña ave y un joven, vestido con ropas toscas de cuero, se detuvieron a disfrutar los tibios rayos.
— Hermano mayor, creo que me gusta más este lugar que las montañas, hay muchas cosas deliciosas, te conté cuáles son las armas más deliciosas. Esta salida del sol merece un buen baile.
El ave comenzó su horrible danza, Youke se sentó en una roca al costado del camino disfrutando del sol, un leve temblor en su omóplato derecho, sintió una especie de nudo en su interior aflojarse.
Observó a Yokel y se sorprendió al sentir que algo de sus ridículos movimientos significaban algo, pero no sabía que ni la razón.
Capítulo 15: Camino al este
El aire de la mañana tenía una textura distinta en las montañas del este. Más fino, más frío. Como si el viento viniera peinado por algo lejano, por una voz antigua que apenas se atrevía a murmurar entre las piedras. Youke descendía de la cueva con paso lento pero seguro, mientras Yokel giraba en círculos como atrapando mariposas invisibles.
El cielo estaba despejado y las cuatro lunas aún eran visibles, pálidas, desvaneciéndose en la claridad. El camino hacia la ciudad de Bailian era largo y desconocido, pero Youke no sentía apuro. No caminaba para llegar, caminaba para sentir. Y cada paso traía consigo una pregunta, una textura, un aroma que él aprendía a leer como si fueran signos en una lengua olvidada.
Los árboles eran distintos en esa región. Más altos, menos densos. Sus ramas se alzaban como lanzas viejas, y sus sombras caían sobre el musgo como mantos de sabiduría antigua. Youke caminaba entre ellos sin ruido, con la naturalidad de quien ha vivido más tiempo entre raíces que entre palabras.
Yokel, que usualmente parloteaba, iba en silencio. Sus pequeños ojos miraban todo con atención. A veces soltaba frases breves:
—Demasiadas piedras… no hay jabalíes, ni armas.
— Por suerte no hay mucha agua.
Youke no respondía, pero sí escuchaba. No solo a Yokel. Escuchaba el crujir de las hojas bajo su bota de piel, el lamento de un arroyo escondido bajo la roca, los suspiros del viento que le recordaban a su madre cuando se alejaba en silencio por los caminos que él no podía seguir.
Pasaron por una quebrada donde las piedras tenían formas humanas. No eran estatuas ni marcas de herramientas, pero el tiempo y el agua habían esculpido figuras que parecían mirarlos pasar. Algunas tenían rostros definidos, otras solo torsos doblados. Youke les hizo una reverencia breve, como quien saluda a los dioses que ya no tienen templos.
Una noche acamparon al pie de un viejo roble, rodeado de flores pálidas que olían a hielo. Yokel dormía bajo una rama, roncando suave. Youke permanecía despierto. Frente al fuego mínimo, afilaba una flecha sin urgencia.
El fuego no era solo calor; era compañía. En la llama veía rostros de su infancia, retazos de recuerdos sin contexto: una mano que le ofrecía pan, una sombra que lo cubría de la lluvia, un brazo firme que lo empujaba a seguir. No había dolor en esos recuerdos. Solo una ternura arisca, como la que se siente por un hogar que uno no supo que lo era hasta que se fue.
El viaje era tranquilo, pero no pasivo. En cada aldea que cruzaban —algunas sin nombre, otras marcadas por banderas que Youke no reconocía—, veía señales de algo que se movía en el imperio. Más soldados, más ojos curiosos, más niños con espadas de madera imitando combates.
Una tarde, al llegar a un claro donde un río se abría en tres brazos, Yokel se detuvo, alzó su cuello y dijo:
—El norte huele a peligro. Pero también a las flores.
Youke sonrió. Se inclinó, bebió agua del río con las manos y dijo:
— El este nos espera.
Y siguieron caminando. Entre árboles, piedras, bajo lunas y memorias. Como se camina cuando uno no busca cosas, sino sentido.
Capítulo: 16 Viejos amigos golosos
El extraño dúo —ave y joven— avanzaba hacia la salida del sol. En el horizonte, a sus espaldas, se desdibujan poco a poco las siluetas de las verdes montañas y, detrás de ellas, las montañas filosas, junto con su aldea, su padre adoptivo, su abuelo y toda la gente que lo vio crecer.
Caminaban sin orden ni apuro; simplemente seguían la dirección del amanecer. En el camino evitaban pueblos o aldeas y preferían dormir a la intemperie, cubiertos por algún risco o árbol. Yokel no era amante de la lluvia: siempre se quejaba. Así que, en los días lluviosos como el de hoy, improvisaban una pequeña carpa con pieles y acampaban allí hasta que la lluvia cesaba.
La relación entre Youke y Yokel era natural. Habían crecido, aprendido y descubierto el mundo juntos; cazaban juntos y no necesitaban palabras para comunicarse. No había secretos entre ellos, eran básicamente una extensión del otro.
Youke abrió lentamente los ojos. Fuera de la tienda, Yokel se concentraba en una variante de su extraño baile, felicitándo a sí mismo por tan hermosos movimientos. Sus desproporcionadas y alargadas patas, con cinco dedos rematados en afiladas uñas; su cuello largo como serpiente; cabeza de pato doméstico; alas diminutas y cuerpo redondo finalizando en una pequeña colita de plumaje negro y una pluma blanca que parecia tener voluntad propia, componían un espectáculo ridículo digno de no verse.
Yokel detuvo sus movimientos, se acercó a la tienda, observó expectante a Youke y dijo:
—Chico, ¿no vas a felicitarme por mis refinados movimientos esta vez?
—Sí, Yokel, es inspirador como siempre: una libre imitación de los últimos movimientos de un gallo de cola blanca antes de nadar en la olla de la abuela; pero desplumado.
—Oh, chico, no tienes imaginación artística ni poética. Tu habilidad está en disparar flechas. Hablando de eso hermano mayor, vamos a cazar y comer algo; estoy a punto de morir de hambre.
—Recoge el campamento, hermano menor; siento olor a durazno en el aire que viene del norte.
En un parpadeo desapareció la tienda. Joven y pájaro se dirigieron al camino cercano mirando atentamente el horizonte del norte.
Una comitiva fuertemente armada, de unos doscientos hombres, escoltaba tres carruajes lujosos. En uno de ellos viajaban solo cuatro personas: dos doncellas, Bo Ren y su joven discípula, ahora vestida de blanco y con un velo rosa que velaba tenuemente su rostro. Meilan servía personalmente a su anciano maestro, quien dictaba a una de las doncellas algunas reflexiones:
—El miedo es un huésped silencioso que se instala temprano en la vida. No sabría precisar el momento exacto en que lo sentí por primera vez, pero reconozco su presencia en mi historia como una constante: a veces discreta, a veces brutal, pero siempre ahí. Lo curioso es que el miedo tiene textura, olor, sonido. Es una entidad física que puede palparse en una voz quebrada, en una respiración entrecortada, en la mirada evasiva de alguien que teme. Aprendí a detectarlo desde pequeño, primero de forma instintiva y, más tarde, con una lucidez que me aisló…
—Maestro —preguntó Meilan—, ¿acaso el miedo y el temor no son lo mismo?
Bo Ren la miró y sonrió; sorbió su té, cuyo aroma se expandía por el interior del amplio carruaje. Luego hizo una seña a la doncella para que escribiera y continuó:
—Existen miedos distintos. Hay uno útil que nos pone límites y nos protege: lo llamo “miedo bueno”. Es el que nos impide lanzarnos al vacío o meter la mano en el fuego. Pero también existe el miedo traicionero, el que se instala dentro de nosotros y nos condiciona incluso sin darnos cuenta: ese es el “miedo malo”. El primero nos ayuda a vivir; el segundo, a sobrevivir, aunque a menudo a un precio demasiado alto. Sin duda, el miedo es miedo: cada individuo lo percibe de manera distinta, le da nombres diferentes y lo asocia a cosas diferentes.
—Maestro, como el miedo al bosque verde de noche…
—Meilan… —Bo Ren se incorporó, salpicando su túnica con gotas de té.
En ese momento la comitiva se detuvo. Se escuchó la potente voz de Mo Yun, encargado de la escolta:
—El joven en el camino debe dar libre paso a la comitiva del Clan Xun o atenerse a las consecuencias.
Al instante resonó otra voz aún más poderosa, que hizo eco en el horizonte:
—La gente vieja y fea en el camino debe dar paso a este joven y a la más bella, fuerte e inteligente ave que baila maravillosamente, o asumirá las consecuencias.
Bo Ren y Meilan se miraron aturdidos; con unos pocos movimientos se situaron al frente de la comitiva y avanzaron hacia el ave y el joven. Al llegar, se inclinaron respetuosamente. Ante las miradas sorprendidas de todos, de los otros dos carruajes descendieron varios jóvenes curiosos; tres de ellos, con vendajes en las manos, se desplomaron, levantando polvo.
Mientras Bo Ren conversaba con el joven, Meilan se volvió e hizo una seña a Mo Yun, quien dio instrucciones a sus hombres: los jóvenes fueron conducidos de regreso a sus carruajes y los tres cuerpos desmayados fueron recogidos y lanzados como sacos dentro de uno de ellos.
—Joven Youke, dicen que el mundo cabe en un pañuelo; hoy este anciano ya no lo duda. Parece que el cielo insiste en cruzar nuestros caminos y crear malentendidos. Hemos sido convocados: el patriarca de nuestro clan exige nuestra presencia en la ciudad y regresamos. Esta vez, lamentablemente, no podremos ver florecer los nevados lotos en Bailian; era mi última oportunidad… Qué lamentable.
Youke los miró y, sonriendo, respondió:
—Es nuestra fortuna volver a encontrarnos. Nos dirigimos al este; caminamos hacia el sol, sin apuro ni planes, solo para viajar y ver mundo.
Bo Ren miró a Meilan y dijo a Youke:
—Sería un honor que nos acompañaran, si lo desean; nuestro camino a la ciudad es hacia el este.
Youke miró a Yokel, que asentía con su cabeza de pato.
—Anciano Bo Ren, entonces confío en tu hospitalidad sincera y que no sea por mi carne asada o porque buscas un esposo para tu discípula. Sonrió mostrando sus dientes blancos.
Meilan se adelantó con su cara roja tras el velo, sus rodillas temblando y, con gestos amables, los invitó a seguirla. Subieron al carruaje y se acomodaron; Meilan hizo una discreta seña a sus doncellas para que ocuparan otro vehículo. Bo Ren se acercó a Mo Yun, jefe de la escolta, y le dijo:
—Jefe Mo, ya veo que estás molesto y que tienes preguntas. Créeme: mientras menos sepas, más vivirás. Siempre hay montañas más altas; hoy el destino nos puso una en el camino. Avancemos despacio y con cuidado.
—Sí, señor —respondió Mo Yun. Curtido guerrero, su instinto de supervivencia se activó al comprender lo que Bo Ren transmitía más con los ojos que con palabras.
Dentro del carruaje, el ave se acomodaba entre suaves edredones de seda. Meilan ponía agua al fuego; Bo Ren tomó asiento frente al joven. Ella dispuso una pequeña mesa para el té. Youke sacó una bolsa y entregó unas hojas de aspecto tosco. Meilan miró a Bo Ren; él asintió. Pronto el aroma acarició sus sentidos. Solo con olerlo rozaron la posibilidad de un avance en su cultivo; al beberlo, sin meditar siquiera, sus dantian y meridianos respondieron vorazmente, elevando su nivel dos etapas. Bo Ren llegó al nivel del loto espiritual, en la palma de su mano, una pequeñísima esfera de agua se formó. y Meilan llegó a la primera etapa de la formación de su palacio interior; guardaron silencio, asimilando la energía y los cambios en sus cultivos..
Youke se sirvió té y lo bebió despacio, recordando a sus abuelos adoptivos y su infusión favorita en las noches frías. La comitiva avanzaba lentamente. En el cielo, cuatro lunas iluminaban el paisaje de principios de invierno.
Capítulo 17: La Gran Puerta
Los tres carruajes avanzaban por el camino real. Así se llamaba porque el Imperio exigía a sus reinos la construcción de calzadas empedradas y su mantenimiento —principalmente por razones logísticas y militares—. Comerciantes y peatones los usaban y debían pagar una tasa; cada cierta distancia, en zonas clave, había puestos militares que regulaban y controlaban el tránsito, entregando una ficha canjeable en cada etapa.
La comitiva se aproximaba al paso que dividía los territorios controlados por el clan Zhou del dominio Han. Aunque en principio todo formaba parte de un mismo imperio, el clan Zhou, garante imperial, poseía su propio ejército y mantenía un férreo control en cada punto estratégico de entrada y salida.
A lo lejos se distinguían las altas y fortificadas murallas del paso. A la izquierda, un acantilado pronunciado bordeaba el brazo de mar que llegaba desde el frío norte; a la derecha, escarpadas montañas cerraban el desfiladero. Solo había una vía: los controles Zhou y Han.
Desde el Este venía gran cantidad de viajeros en diversas monturas y carruajes, sin duda camino al evento invernal en el Lago Helado de la ciudad de Meilian. Del Oeste al Este había poco tránsito; sin embargo, la guardia Zhou de la Gran Puerta Hanzhou orientó a la comitiva a permanecer en una zona de espera habilitada. Mo Yun y Bo Ren fueron a la puerta y regresaron con semblantes alargados.
Hasta después del evento del Loto Nevado no se podía salir de los territorios Zhou: todos estaban “cordialmente invitados” por el patriarca Zhou Wenxi, y la inasistencia se consideraría una grosería tras tan “amable” invitación.
Bo Ren subió al carruaje y explicó la situación a su discípula, Meilan; ella asintió y dijo:
—Maestro, el mensaje secreto de mi padre nos pedía alejarnos de Bailian y regresar cuanto antes. Tal vez sospecha —o conoce— movimientos que superan nuestra comprensión.
—Me temo que estamos obligados a participar —expresó, pesaroso, el anciano.
Bo Ren miró al joven, que bebía té frente a Meilan —ya sin velo—, y añadió:
—Benefactor, usted puede cruzar la puerta hacia el Este con Mo Yun y la escolta. Ellos deben abandonar el territorio Zhou por orden imperial; solo nosotros dos y los jóvenes de las familias de la ciudad debemos quedarnos.
Mientras conversaban, se alzó un revuelo fuera. Desde la puerta, en dirección Oeste, avanzaba un compacto ejército de caballería con lanzas y estandartes imperiales: hermosos corceles dorados marchaban con las cabezas erguidas. Tras ellos, una infantería ligera portaba escudos con cuatro lunas amarillas como soles y, en medio, el carácter Han. Detrás venía un colosal carruaje de guerra —casi una casa rodante— ornamentado con joyas y motivos imperiales.
Soldados saludaban al cortejo; comerciantes y peatones se postraban tocando el suelo con la frente; cultivadores y nobles se inclinaban. Youke y el ave permanecen erguidos, lo que atrajo la mirada de la escolta imperial. Al observar sus ropas de cuero, los guardias los miraron con desdén y siguieron: no valía la pena reprender a un “pobre diablo” extranjero.
Youke aspiró y recorrió con el olfato los aromas de la comitiva: perfumes, hierbas, charlas dentro del carruaje. En su interior, el emperador Han era atendido por doncellas con finas telas translúcidas. Él se volvió hacia la dama a su lado: vestida con sedas doradas y una sofisticada corona imperial, le tomó la mano y dijo:
—Esposo, no te preocupes. Todo está listo: pronto solo uno gobernará bajo el cielo. Tú, mi esposo, eres el elegido de los dioses.
Sonrió y, con gesto refinado, colocó una fruta pelada en la boca del emperador.
Poco después, un oficial entregó a Mo Yun las fichas de tránsito. Youke, el anciano y Meilan volvieron al carruaje.
—Debo seguir al Este —dijo Youke—. No necesito ir con Mo Yun, pero puedo llevarlos a ustedes y a sus jóvenes con dos condiciones: no podrán hacer preguntas, y Meilan danzará para mí una vez.
Bo Ren y Meilan se miraron; respondieron al unísono:
—Sí, benefactor. Danzaremos para usted.
Las cuatro lunas iluminaban las altas murallas. Bajo el acantilado, las olas golpeaban los salientes rocosos; el viento ondeaba los estandartes de la Gran Puerta Este, por donde pasaban los últimos hombres de la escolta de Mo Yun. En la zona de espera, Youke y el ave observaron a Bo Ren y Meilan entrar en el carruaje abarrotado de jóvenes ilustres de la ciudad y del clan Xun.
Horas después, en un recodo del camino junto a una arboleda de hojas amarillas, la comitiva de Mo Yun avanzaba cuando un olor a carne asada despertó sus sentidos. Entre los árboles, el carruaje con símbolos del clan Xun estaba detenido; cerca, un joven de ropas de cuero —ya conocido— y un ave vigilaban la carne que giraba lentamente.
Mo Yun desmontó, lanzó varios sellos y las puertas del carruaje cedieron: pareció estallar una multitud de jóvenes y túnicas de colores. Bo Ren y Meilan, al percibir el aroma, se acercaron al fuego con dagas en mano. Todos miraban en silencio aquella escena insólita: una joven, un anciano, un ave y un muchacho de extrañas ropas disputándose la jugosa carne.
Una doncella susurró a otra:
—¿El anciano maestro y la joven ama no habían renunciado a la carne?
La otra asintió sin apartar la vista.
Capítulo: 18 Cuerdas, flechas y un sorbo de té
El fuego había consumido la mayor parte de la leña; sólo quedaban brasas que resplandecían bajo las lunas. El olor a carne asada flotaba entre los troncos amarillos. Los jóvenes del clan Xun, saciados y adormilados, charlaban en voz baja alrededor de los carros. Bo Ren, con la taza en la mano, soplaba para atemperar el vapor.
Youke terminó de dar filo a su daga y, sin alzar la voz, preguntó:
—Anciano, ¿en qué tramo del cultivo están ustedes? No sé medir eso.
Bo Ren arqueó una ceja. Aquel muchacho que movía los tendones como si fueran cuerda de arco planteaba la pregunta con la simplicidad de quien pide sal.
—El camino convencional —respondió, aclarándose la garganta— sigue siete peldaños claros: Umbral Mortal, Travesía Interna, Forja de Núcleo, Palacio Interior, Loto Espiritual, Umbra Celeste y, para unos pocos, la Cúspide. Cada etapa refina el qi, condensa esencia o expande dominio. Los cultivadores sentimos la fuerza del otro como presión o fulgor.
Youke asintió, agarró una brizna de hierba y la hizo crujir entre los dedos.
—Yo los huelo —dijo—. Cada uno deja un rastro distinto.
Bo Ren lo observó con atención y añadió:
—Un cazador como tú no se mide en esos peldaños. En todos mis años y estudios ni siquiera sospeche que pudiera existir alguien con tu habilidad y preferiría no saber detalles.Youke no respondió. Giró la daga en su mano y dejó que la brasa se reflejase en la hoja negra.
Meilan avanzó unos pasos y se sentó sobre un tronco seco. Traía un pipa de madera clara, encordado con seda. Sus dedos pulsaron una escala lenta, grave, que imitaba el batir del oleaje. Luego comenzó a cantar:
“Luna y sol se reflejan,
espejo calmo de mar,
oro y plata se funden
en un hilo de sal.
y a la noche preguntan
dónde aprende a brillar,
responde: en dos ojos
que no saben simular.”
La melodía se deslizó por el claro como neblina tibia. Youke sintió un estremecimiento en el omóplato izquierdo: la marca azul, en forma de mano lunar, latió una vez. El nudo interior que lo ceñía desde la infancia pareció aflojar, como cuerda que reconoce el pulso exacto.
Cuando Meilan terminó, bajó el instrumento. Sus miradas se encontraron. Youke extendió la mano; ella, sin vacilar, posó la suya encima. Ninguno sonrió: el gesto, sencillo y franco, bastaba.
Bo Ren, que acababa de llevarse la taza a los labios, tosió y casi se atragantó con el té. Los jóvenes Xun abrieron mucho los ojos. Sólo Yokel reaccionó con aplomo: infló su minúsculo pecho, dio un salto y comenzó a girar en círculos alrededor de las brasas, aleteando con algo que —según él— era un paso de danza ancestral.
—Hermano, hermano… ¡mira mi arte! —gorjeo en la mente de Youke.
El muchacho alzó la vista a las cuatro lunas. El brillo plateado le devolvió la certeza de que, aunque nadie allí comprendiera del todo lo que acababa de nacer, el sendero estaba trazado: ascuas silenciosas en su interior aguardando que el nudo se desatara liberando soles y lunas desde su interior.
A lo lejos, el viento arrugó los estandartes. Pero en aquel recodo, sólo la cuerda del pipa resonaba aún, como una flecha sobre su arco, prometiendo un destino que ninguno —ni maestro, ni discípula, podían vislumbrar.
En una torre lejana, una mujer en meditación abrió sus ojos.
—Yookidoo!–murmuró.
Capítulo 19: Té familiar
Luego de varios días, la comitiva entró en los territorios controlados por el clan Xun y sus aliados. No detuvieron la marcha; avanzaron a ritmo constante y, al ocaso, ya se divisaban las negras y altas murallas en el borde costero: la ciudad-fortaleza del clan Xun, Xunhai.
—Benefactor, le ruego acepte mi invitación y perdone mi engaño. No podía revelar mi nombre por prohibición expresa de mi padre, el patriarca del clan Xun. Su gracia nos salvó en momentos desesperados; los jóvenes de mi pueblo significan la esperanza de un futuro. Ellos no lo saben, pero todos le debemos demasiado.
Al decir esas palabras, se inclinó y se arrodilló frente al joven que bebía té. A su lado, el viejo anciano colocó suavemente su taza en la pequeña mesa y también se arrodilló en silencio, inclinando la cabeza.
Youke los miró en silencio, terminó su té, miró al ave —que parecía dormitar entre edredones de seda—, asintió y dijo mientras tomaba la mano de Xun Yue:
—Muy bien, Bo Ren: esperaremos en el carruaje al patriarca del clan Xun. Dile que su hija lo invita a tomar té bajo las cuatro lunas del principio invernal con un nuevo mejor amigo. Si no viene, voy a proseguir mi camino hacia el este y en otro momento volveré. El resto de la comitiva debe avanzar hacia la ciudad; nosotros esperaremos aquí.
Bo Ren se incorporó, miró a su discípula Meilan —o Xun Yue—; ella le pasó un sello con la palabra Xun y “Luna”. Bajó del carruaje y avanzó hacia la puerta de la ciudad con el resto de la comitiva que escoltaba dos carruajes, ahora a paso ligero.
Poco tiempo después, numerosos hombres armados rodearon el vehículo. Tres corceles de guerra se aproximaron; descendieron Bo Ren y dos hombres: un anciano de larga barba blanca —Xun Zhen, patriarca en retiro— y su hijo, el actual patriarca y padre de la joven Xun Yue, Xun Liang. Entregaron las bridas de los corceles a Bo Ren.
Al entrar, lo primero que notaron fue a Yokel, dormitando entre edredones; la joven hija y nieta —sin velo— servía té a un joven sentado. Sin saludos ni presentaciones, ella les indicó con la mano que tomaran asiento; colocó dos tazas y les sirvió el aromático té. Ellos se miraron y bebieron despacio, quedando en silencio ante las pequeñas tazas. Xun Zhen ya había vivido lo suficiente para no perder tiempo ante un té tan raro y maravilloso que sacudía su viajo dantian y despertaba sus meridianos como olas de tormenta:
—Nieta, sé amable y sirve un poco más de té a tu sediento abuelo, que ha corrido tanto para verte.
—¡Padre!–no pudo evitar exclamar el patriarca del clan Xun
Xun Yue sonrió y llenó la taza del abuelo varias veces, e hizo lo mismo con la de su padre, que no dejaba de observar al joven.
Youke rompió el silencio incómodo:
—Meilan, hay una hermosa señora fuera del carruaje; creo que desea verte. ¿Por qué no vas un momento con ella y luego la invitas a tomar té?
Meilan bajó y se arrojó a los brazos de una mujer:
—¡Madre!
Dentro del carruaje, Youke dijo a los dos hombres:
—Pueden hacer una pregunta cada uno; si puedo responder, lo haré. Cuando termine mi té, probablemente continúe mi camino.
Xun Liang dejó su taza sobre la mesa, sin apartar la mirada:
—¿Por qué salvaste a mi hija y a los jóvenes de mi clan?
—No puedo permitir que mi futura esposa sufra daño alguno. No me costaba ayudar también a sus jóvenes amigos y demás, soy de corazón blando y amable.
Xun Zhen sonrió, palmeó el hombro de su atónito hijo y preguntó:
—Joven benefactor de mi pueblo, tengo curiosidad: si mi hijo se enfureciera y yo, por solidaridad, lo ayudara contra ti, ¿qué sucedería?
—Sería lamentable; tal vez debería buscar otra esposa. No creo que Meilan pudiera ser feliz con el asesino de su padre y su abuelo.
Una estruendosa carcajada sacudió el carruaje.
—Me gusta este joven —dijo Xun Zhen a su hijo.
—Joven, ¿de verdad no tenemos oportunidad? —preguntó el anciano, aún riendo.
—No —respondió Youke.
La puerta del carruaje se abrió: una elegante y hermosa señora entró, seguida de Xun Yue. La dama avanzó un paso y se inclinó:
—Joven Youke, le agradezco mucho su gracia para con mi hija. Espero que mi suegro y mi esposo ya le hayan recompensado apropiadamente. Además de invitar apropiadamente a nuestro humilde hogar
Los dos hombres se miraron, sin ocultar su nerviosismo. El abuelo preguntó, inquieto:
—Niña, ¿hay más té?
—Sí, abuelo.
Xun Yue tomó asiento, acercó una hermosa caja de té. Youke le pasó una pequeña bolsa con las hojas toscas ya conocidas y algunas flores. Ella puso agua a hervir, sacó un juego nuevo de tazas —aparentemente rústicas—. Sus padres y su abuelo se sorprendieron; adoptaron una postura correcta y ella, con un gesto, hizo que la luz descendiera, concentrándose en la mesa y los utensilios. Movió las manos con suavidad: comenzó a macerar las hojas, colocó delicadamente varios pétalos en cada taza y añadió el agua. El delicioso aroma floral los hizo suspirar; tomaron las tazas, las giraron con cuidado y bebieron lentamente, disfrutando el momento.
Poco a poco, el techo se abrió, dejando ver el cielo estrellado y las cuatro lunas en su cenit.
—Mi hija será una excelente esposa, ¿no cree, joven Youke?
—No tengo duda alguna… suegra.
Entonces un cuerpo joven se desplomó sobre la mesa de té.
—¡Hija! —exclamaron los padres al unísono.
—¡Es la emoción, la emoción! —decía el abuelo, mientras bebía de la tetera, segura en su mano.
Interludio:2 Entre Susurros, Lotos y Novias
«Quien escucha antes de ver, ya ha cazado la mitad del mundo» —Refrán de los Antiguos Cazadores.
En la aldea sin nombre, abrigada por las Montañas Filosas, el saber no descansa en tablillas ni en pergaminos. Fluye en la voz de los abuelos cuando la hoguera merma y el humo se espesa. Allí, los cazadores antiguos enseñan que la belleza no se mide en rasgos ni en fulgores, sino en la armonía entre la respiración propia y el pulso del entorno.
Susurro antiguo del Cuarto Año —A los cuatro años, un niño es dejado en la naturaleza, con una daga, agua y alimento para cuatro días más, sin compañía. Si sobrevive, la aldea lo celebra; si no, se dice que el destino lo devoró y su nombre se convierte en silencio para advertir a los próximos. No hay juicio ni lamento: solo el reconocimiento de que el mundo decide.
Susurro antiguo de los sentidos —Los vientos anuncian primero la ruptura del equilibrio. Un aroma metálico, agrio o dulce en exceso alerta a los que portan el oído antiguo. «Quien provoca discordia, hallará flecha», cantan los niños.
Susurro de la Armonía —En noches sin lunas, los mayores entonan un canto que solo se comprende al cerrar los ojos. No tiene letras: es vibración, recordatorio de que la voz humana puede concordar con las piedras. Al terminar, se guarda silencio completo; ese instante es más revelador que cualquier verso.
Cuando la montaña pierde su eco, el cazador antiguo empuña su sombra para devolverle el sonido.
Así viven los Antiguos Cazadores: perciben las grietas en la música del mundo y, si es preciso, hacen de su cuerpo un compás para restaurar la cadencia.
Escena – Salón del Viento (Archipiélago Fengdao)
El mar rugía tras los postigos de madera labrada. Xun Jiang y su esposa, Lady Lan, compartían té de algas oscuras mientras su hija, Xun Yue, permanecía de pie junto al biombo.
—Hija —dijo su padre, sin voz severa por primera vez—, los viajes cambian el pulso del corazón. No puedo hablar del joven ni de nadie, cada cual es diferente, como eres adulta te digo esto, entre todas las mujeres que tu padre conoció, hubo una que no compitió, no se impuso, no sedujo. Solo estuvo. Me rodeó. Sin pedir, sin exigir. Me eligió sin declararlo. Y en ese gesto, entendí que el amor más hondo no necesita espectáculo. Ella no trató de cambiarme, ni de adaptarse a mis gustos. Me aceptó con mis rutas torcidas, mis sombras y mis luces. Su constancia fue una red tejida sin ruido. Y por eso se quedó, mientras otras se fueron. Tu madre.
La madre tomó la mano de su hija y le dijo: — El amor real tiene un precio. Se paga con tiempo, con vergüenza, con humildad. No se improvisa ternura, no se decreta intimidad. Se construyen. Amar y ser amado no es una recompensa gratuita: es un trabajo silencioso que se nutre de gestos mínimos, palabras verdaderas, y un respeto que nace de mirar la vida de rodillas, no por sumisión, sino por reverencia
Xun Yue mantuvo la espalda recta
—No sé si es temor o latido. Cuando Youke habla, el aire se espesa; cuando calla, oigo el crujir de mis propias dudas. No entiendo qué soy frente a él.
Lady Lan llenó las tazas y dijo:
—El amor no es promesa ni deuda; es un hilo de agua que encuentra cauce a pesar de la roca. Permite que corra. Si es temor, lo sabrás al segundo sorbo.
—Recuerda —añadió Xun Jiang:
— Los poderosos se saltan el protocolo porque pueden. Asegúrate de que tu voluntad sea tan firme como tu curiosidad.
Yue asintió. En su pecho, la confusión ardía como braza fresca, pero también brillaba, indefinible, un deseo de escuchar otra vez aquel nombre pronunciado sin remilgos.
Escena – Gran Salón de Bailian
Entre sedas y columnas de jade, Zhou Wenxi se inclinó ante el trono portátil donde la Consorte Yang degustaba pétalos confitados.
—Majestad, los jóvenes del Clan Xun ya no están en territorio Zhou. Mis exploradores no encontraron nada, los guardias de la puerta dicen que se disolvieron en la noche y rumores de un extrajero joven vestido de pieles.
La consorte rió, cristal cortado:
—¿Un garante imperial que pierde a un puñado de estudiantes? Qué funesto presagio. Tal vez debamos nombrar a otro garante imperial. Quedan unas dos semanas para el espectáculo.
El emperador, apoyado en el reposabrazos de oro, apenas alzó la mirada:
—No tolero variables sin nombre, Wenxi. Aclararlo antes del florecimiento del loto nevado.
Zhou apretó el estuche de bambú contra el pecho:
—Habrá resultado, o sangre que lo excuse.
Escena – Torre del Loto Azul (Último piso)
Entre espejos de obsidiana, la matriarca Yue Ming habló con voz de campana sorda:
—Se han seleccionado jóvenes dignos del Sol. Uno será tu esposo, Riyue Xin.
La hija del eclipse rió, un sonido que resquebrajó la quietud.
—Olvidas que mis ojos ven lo venidero. Quien intente tomar mi mano hallará la muerte antes del alba.
—Blasfemas contra tu deber.
— Hablas de blasfemias, tu que pretendes casar a una mujer casada; bajo el favor de las lunas y el sol.
—Absurdo—exclamó la matriarca.
—No. Solo describo el funeral que pretendes llamar boda. Elige cien pretendientes si deseas un cortejo fúnebre digno. Me vestiré de rojo para honrar tu empeño en destruir el clan.
Las lunas, espejadas en los muros oscuros, parecían parpadear. Yue Ming retrocedió un paso: no por miedo, sino porque el futuro olía de pronto a hierro tibio y a flor de durazno, como si el destino ya hubiera elegido canción y verdugo.
Capítulo 20 – Té caliente y charla
La precipitación de la madrugada humedece los aleros del pabellón principal en la villa‑puente de los Xun. En el salón de madera oscura, tres lámparas de aceite ofrecían una luz breve, suficiente para distinguir el vapor que ascendía desde una tetera de porcelana marina.
Xun Jiang —patriarca en ejercicio— y su padre, el anciano Xun Zheng, se arrodillaron frente a la mesa baja. Entre ambos, Lady Lan servía el té con la elegancia sin ruido que la distinguía. Aun en la penumbra, sus mangas dejaban un leve perfume herbal, promesa de calma en medio de la zozobra.
Cuando el agua tocó las hojas, el anciano alzó la mirada:
—El emperador y la consorte Yang están en territorio Zhou. Un hilo grave se teje. ¿Qué dicen tus oídos?
Xun Jiang desplegó, sobre la mesa, tres tiras de bambú con ideogramas apresurados.
—Nuestros vigías informan que Zhou Wenxi ha movilizado más exploradores desde Bailian. La corte le autoriza requisar cuanto necesite. Algo intentan ocultar bajo la excusa de «proteger el festival».
Lady Lan sirvió la primera taza al anciano, la segunda a Jiang. Una tercera quedó frente al lugar vacío destinado al invitado. Antes de sentarse, abrió la puerta interior.
Youke entró sin ruido alguno, vestido con una túnica azul‑gris sin adornos. Solo una daga discreta ceñía su cinto. Saludó con una leve inclinación; su vista recorrió los bordes de la habitación y luego se clavó en el vapor que brotaba del té.
—Gracias por la hospitalidad —dijo con voz serena—. Es buen momento para beber algo caliente.
Tomó la tercera taza, aspiró el aroma una vez y bebió.
Xun Jiang deslizó una tablilla frente al joven:
—Nuestros espías hablan de movimientos imperiales en la noche. Ahora se han sumado expertos buscando a nuestros jóvenes. ¿Acaso importan tanto?
Youke apartó la tablilla con suavidad.
—No sé leer sus símbolos —dijo—, pero leo murmullos. Una dama perfumaba el aire con flor de limón dentro de un gran carruaje; pasaron junto a nosotros en la puerta Hanshou. El hombre que la acompañaba vestía solo un chaleco de brocado. Sin armadura cargaba orgullo. Ella le aseguraba que pronto sería el único gobernante bajo el cielo.
El anciano Xun Zheng resopló:
—Perfume de limonero… solo la Consorte Yang. Mal presagio.
Youke sonrió apenas:
—Cuando un cazador pierde una presa digna, sigue sus huellas. Si la presa es poca cosa, deja que el mundo la reclame. Propongo esperar. Si pronto llegan rastreadores, sabremos que el riesgo vale el esfuerzo. Entretanto… —se puso en pie con calma felina— seguiré rumbo al este. Tengo asuntos menores. Quizá, cuando regrese, la joven Meilan haya decidido si merezco su evaluación.
Lady Lan ocultó una leve sonrisa tras la manga. Xun Jiang asintió:
—El archipiélago nos guardará hasta que las lunas se pongan de acuerdo.
Youke inclinó la cabeza. Al abrir la puerta se detuvo:
—El té revela la prisa antes que los espías. Limpien su casa antes de que lleguen quienes acechan las huellas de sus jóvenes. Pregúntese quién motivó a Meilan a viajar al territorio Zhou.
Padre y abuelo se miraron; el silencio entre sus ojos dijo más que mil palabras. Youke desapareció en la bruma sin que las tablas del corredor protesten.
En la zona de espera de la puerta Hanshou, el capitán explorador Du Wei inspeccionaba los registros. Sus hombres sólo habían hallado una anormalidad: un carruaje aislado desaparecido en la noche ante cientos de soldados; sin caballos ni escolta. Dos carruajes requisados hasta las ruedas; armas, víveres y diez jabalíes recién desollados, evaporados sin rastro.
—Fueron sombras —declaró un guardia.
Du Wei se mordió el labio: las sombras no roban carne ni armas.
Selló un informe urgente rumbo a Bailian y ordenó marchar hacia el sur, en busca de los Xun. Recordó la advertencia de Zhou Wenxi: «Quien regrese sin respuesta perderá la cabeza».
Cuando la columna partió, la puerta territorial se cerró a sus espaldas con un chasquido que resonó como el lamento de una bestia antigua. Ningún soldado supo nombrarlo; el capitán, menos aún. Sintió un escalofrío: el viento helado atravesaba la fina piel de cordero bajo su armadura dorada. Siguió adelante, en busca de respuestas.
Capítulo 21 – Invitaciones sinceras
La comitiva de exploradores mixtos —fuerzas especiales Zhou y destacamentos Han— se detuvo ante las puertas cerradas de Xunhai, la ciudadamurallada que vigila el estrecho brazo de mar hacia los dominios del clan Xun. Aunque Xunhai era el contacto oficial con el Imperio, todos sabían que su verdadera base —el archipiélago Fengdao— jamás había recibido un extranjero vivo.
Los Xun no portaban coronas ni reclamaban título real; carecían de palacios dentro de la Ciudad Imperial, pero controlaban la mayor flota del continente y el único comercio regular con reinos de ultramar. Sus artes marciales prosperan en agua, hielo y viento. Después de los Han, pocos clanes inspiraban tanto recelo.
El capitán Du Wei hizo una seña. Un heraldo avanzó y proclamó:
—¡En nombre del garante imperial, su excelencia Zhou Wenxi, abrir las puertas de Xunhai!
Se oyó un chirrido discreto y se abrió una pequeña puerta lateral. Por él surgieron dos filas de doncellas armadas: túnicas de combate azul y blanco, ballestas listas, espadas cortas al cinto. Entre ellas apareció Lady Lan, serena, impecable.
Du Wei espoleó su corcel, que resopló nubes de vapor. Se inclinó con deferencia:
—Saludo a Lady Lan. Traigo invitaciones oficiales del garante imperial y de la consorte Yang. Desean que sus jóvenes honren el festival centenario de Bailian. Brindaremos escolta y garantías.
—Xunhai está cerrada —dijo Lady Lan sin alzar la voz—. Nuestros jóvenes y patriarcas atienden un asunto interno. No puedo revelar detalles.
Du Wei insistió:
—El emperador consideraría un desaire—
—Transmita a Su Majestad nuestro respeto —interrumpió ella—. A cambio, invitamos a cien jóvenes de los clanes Zhou, Han y Yang a un evento privado entre nuestras islas. Garantizamos su seguridad.
Du Wei se quedó sin réplica. Lady Lan se giró; las doncellas retrocedieron en perfecto orden y la puerta se cerró con un golpe seco.
El capitán aflojó las riendas. Espoleó de nuevo; el caballo no se movió. Un instante después, el animal estalló en un torbellino de escarcha roja, dejando a Du Wei de pie en un círculo de hielo y sangre.
Envió un mensaje urgente a Bailian y emprendió marcha hacia el norte. Sabía que Zhou Wenxi no aceptaría excusas, pero tampoco podía forzar a los hijos del mar. Mientras la columna se alejaba, la puerta de Xunhai quedó tan silenciosa como una tumba: sobre el dintel, el viento helado del océano silbó un lamento que no era humano.
Capítulo 22 Limon Dulce
El amanecer sobre Bailian llegó con lluvia de agua nieve, barro y sudor. Du Wei desmontó en la residencia familiar de Zhou Wenxi con la armadura pegada a la piel y los labios partidos. Había trotado sin descanso desde Xunhai, cambiando caballos hasta reventarlos. Aun así, se negó a entregar su informe por escrito: pidió audiencia inmediata.
Wenxi lo recibió en un despacho interior, sin cortesanos. Observó en silencio la mirada del capitán y supo que algo irrepetible había ocurrido. Du Wei habló apenas lo justo: la puerta sellada, la respuesta de Lady Lan, el caballo de hielo, la invitación imposible. Terminado el relato, cayó de rodillas y esperó la sentencia. Wenxi lo hizo beber tres sorbos de agua y luego lo envió a descansar. «Aún me sirves vivo», dijo.
Esa misma tarde, sin escolta numerosa, Zhou Wenxi partió hacia Xunhai con un pequeño grupo de exploradores escogidos por él y diez expertos. Llevaba en una caja lacada el medallón dorado del dragón: prueba de que hablaba en nombre del Trono como garante imperial.
El sol declinaba cuando el grupo cruzó la puerta de la muralla exterior. Ante la puerta interna, Lady Lan aguardaba a pie sobre las baldosas nevadas con seis doncellas guardianas. Wenxi descendió, entregó su espada a uno de sus hombres y se inclinó.
—He venido por cortesía —dijo— y por amistad con el anciano patriarca. Mi palabra es la del emperador.
—Bienvenido a Xunhai —respondió Lady Lan. Señaló un pabellón cercano con finas decoraciones con motivos marinos—. Mi casa ofrece té y amistad. Ninguna arma entra. —Señaló otro pabellón—. Nuestra ciudad ofrece hospitalidad a los visitantes. Por cada arma que traiga el distinguido visitante, sumaremos dos nuestras.
Shou Wenxi observó ambos pabellones. A una señal, sus hombres se dirigieron al pabellón de visitantes; él se encaminó hacia el pabellón adornado con motivos marinos.
Wenxi asintió y avanzó sin ser registrado. Dentro lo esperaba Xun Zhen, el patriarca anciano, sentado tras una mesa baja de concha abalonada. Antes de hablar, Lady Lan llenó tres tazas.
—Viejo Zhen, hace años que no tenía el placer de verte, ¿aún no mueres? —exclamó Wenxi—. Creo que nos vimos hace años en un festival de primavera.
—Viejo intrigante Wenxi, ¿cómo voy a morir antes que tú? Ya veo que, además de la vergüenza, has perdido la memoria. La última vez que nos vimos fue cuando se hizo de noche al mediodía. ¿Recuerdas cómo temblabas? —y se rió estruendosamente.
Lady Lan sirvió té y sonrió discretamente.
—Viejo Zhen, ¿cómo sabías que escogería venir a este pabellón?
—No lo sabía. De haberlo sabido, hubiera ido al otro —sonrió.
—Viejo Zhen, parece que ha habido un malentendido.
Xun Zhen ni asintió ni negó; solo lo miró, ahora seriamente, a los ojos. Ambos se conocían desde jóvenes, pelearon algunas batallas en el mismo ejército imperial, bajo la convocatoria del difunto emperador.
Wenxi expuso la queja imperial: la desaparición de exploradores, la invitación a 300 jóvenes de sangre noble, el temor de la corte. El anciano bebió un trago, levantó la vista:
—Si los mares temieran cada ola, ninguna nave partiría —dijo—. Sus jóvenes navegan seguros si aceptan que el mar tiene dueño.
Wenxi deslizó el medallón sobre la mesa.
—Mi presencia demuestra buena fe. Pero necesito garantías para la corte. Deme una razón por la cual sus jóvenes desaparecieron del territorio Zhou y regresaron a territorio Xun. ¿Quién lo hizo? Háblame con honestidad, viejo.
Xun Zhen miró la pieza dorada sin tocarla.
—Sabes que, si sigues mostrándome fichas, sellos, hablando en esos tonos, tendremos que hablar en el otro pabellón. Y me sentaré en una silla más alta que la tuya —miró a Lady Lan y le asintió con la cabeza.
Silencio. Antes de que el aire se tensara más, la puerta lateral se abrió. Youke entró sin anunciarse y se sentó en una mesa secundaria; junto a él, un ave extraña. No fue presentado, ni habló. Simplemente alzó la taza que Lady Lan le ofreció y olió el vapor.
Wenxi lo reconoció: la descripción del joven extranjero que viajaba con los jóvenes Xun corría entre sus informes, y había retratos del joven. Aun así, no apartó la mirada del anciano.
—Acepto que tengamos una charla fuera de protocolos, como viejos conocidos —dijo—. Pero la corte pedirá detalles y ustedes, como súbditos leales, deberán obedecer.
Xun Zhen chasqueó los dedos. Una guardiana se inclinó, dejó sobre la mesa tres rollos sellados.
—Cartas obtenidas de tres fuentes distintas, dirigidas a tus hombres en el otro pabellón. Provienen de tus propios servicios de espionaje. No los buscábamos; fue algo casual, cuando nos interesó saber la razón del interés repentino de nuestra princesa por participar en tu festival de lotos helados. Aun así, esperamos a ver qué sucedía, y hace apenas un rato, mientras reíamos, ellos intentaron pasar estas cartas a tus hombres. ¿Quieres leerlas para nosotros, viejo conocido, amigo?
Lady Lan empujó el medallón de vuelta a Wenxi, que tomó las cartas, las revisó. Leyó el contenido, que básicamente era el mismo:
“…He detectado una conspiración para terminar con la vida de nuestro señor Zhou Wenxi, su vida corre peligro, los patriarcas Xun han elaborado una trampa, nadie saldrá con vida de la ciudad…”
La puerta se abrió. Tres guardianes conducían a dos doncellas y a un anciano. Bo Ren tenía lágrimas en los ojos. Las dos mujeres se arrodillaron frente a Zhou Wenxi; Bo Ren se arrodilló en dirección al joven Youke, que bebía tranquilamente su té:
—Lo siento, joven. Mi familia está en peligro mortal. No tuve opción. Jamás hablé de usted a nadie, ni lo haré.
Zhou Wenxi miraba la escena sin entender. Las dos mujeres hicieron un movimiento rápido y se quitaron la vida. Bo Ren las imitó, pero de repente se encontró inmóvil. Youke tocó varios puntos de su cuerpo: solo podía mover sus ojos llorosos, sin comprender. Lady Lan llamó a los guardianes, que se llevaron a Bo Ren.
—Por cada familiar del anciano Bo Ren que muera, morirán diez Zhu. Si Bo Ren muere, morirán cien Zhu —expresó Youke con tranquilidad, mientras Lady Lan rellenaba su taza de aromático té.
El silencio en el salón se rompió con la voz de Zhou Wenxi:
—¿Quién eres? ¿Cómo te atreves?
Fue a tomar el sello del dragón. Un parpadeo y apareció un ave frente a él, tragándose el sello con la figura del dragón, el emblema del garante imperial.
Xun Zhen, que hasta el momento solo observaba, se adelantó, colocó la mano en el hombro del alterado Wenxi y le dijo:
—Viejo amigo, las preguntas que hace una gente inteligente como tú no son esas. Son: ¿quién gana si nosotros peleamos y nos matamos?, ¿si tú mueres?, ¿si nosotros morimos?, ¿si los jóvenes en tu festival tienen accidentes?, ¿quién gana?
Wenxi tomó la taza de té ya tibio sin pestañear. Terminó el té de un sorbo. Se sentó y, ahora sí, volvió la vista directamente hacia la segunda mesa.
—¿Usted sabe quién gana? —preguntó al desconocido.
Youke le sostuvo la mirada con una calma sin brillo.
—No sé quién, pero quizás tenga relación con un aroma floral muy raro: limón dulce. Así huelen esas tres cartas que leyó no hace tanto.
Zhou Wenxi tomó las cartas y las olió. Negó con la cabeza.
—Que sea incapaz de sentir el aroma no significa que no esté ahí. Usted ahora mismo no puede sentir olor a canela y pimienta, sin embargo, su cuerpo huele a ello. Si desea que su cuerpo huela diferente, consiga una compañera de cama diferente. O puede pedirle que se bañe después de salir de la cocina.
—¿Eres un Yokan? —preguntó Wenxi.
—Soy extranjero. No sé qué es Yokan ni qué significa. Si quieres saber lo que soy, puedes intentarlo… pero te costará la vida.
—¿Sabes acaso quién soy?
—Eres un viejo estúpido. Deberías quedarte en casa. Eres capaz de garantizar un imperio… y no tu propia cabeza.
Youke terminó su té y salió de la habitación, con el ave a su lado.
Unas horas después, Wenxi salió acompañado por Lady Lan; el aire marino olía a sal y a hierro. En la pasarela de madera, uno de sus expertos murmuró que el viento estaba helado. El garante imperial habló en voz baja:
—Prepárense. Debemos hacer movimientos urgentes o el mundo caerá sobre nuestras familias.
Regresó esa noche a Bailian con las cartas con aroma a limón dulce en el bolsillo interior de su túnica, cerca del corazón, y una certeza: muchos iban a morir. Quizás sí era un viejo estúpido… pero antes de que su cabeza rodara, iba a dar vuelta al imperio.
Caminaba a pasos cortos en su estudio. Una joven entró, dejó la bandeja sobre la pequeña mesa y la abrazó. Ella correspondió. Su pelo olía a canela y pimienta dulce.
Varias siluetas difusas en las sombras entraron a la habitación. Saludaron con una ligera inclinación de cabeza. Uno de ellos mostró una flecha multicolor y la guardó.
—¡Órdenes!
—Primero huele estas cartas y dime qué aromas hay.
Una de las figuras se adelantó, tomó los documentos, los olio, miro a Zhou Wenxi y le dijo:
—Limón dulce.
En la residencia Zhou, Du Wei dormía en un lecho prestado. Soñó con un caballo que se deshacía en luces rojas sobre la nieve. Al despertar, encontró bajo su almohada un pétalo de flor de limón, intacto, sin marchitar. Se sentó en la cama. Se sobresaltó al ver a Zhou Wenxi sentado en una silla, a su lado dos guardias con espadas desenvainadas lo miraban atentamente.
Zhou Wenxi, sin levantarse de su silla le dijo:
—Du Wei, seamos amigos, cuéntame quién te dijo que te apresures a venir a provocarme para que fuera personalmente donde los Xun.
Una figura envuelta en sombras apareció junto a la cama, levantó la almohada y le llevó el pétalo de limón a Zhou Wenxi
Interludio 3: Fundamentos del Cazador Antiguo
El viento helado silbaba su melodía al rozar las nevadas montañas del paisaje que rodeaba la aldea de cazadores en las Montañas Filosas. En la casa comunal, ancianos, jóvenes y niños escuchaban con atención la enseñanza que la pequeña cazadora antigua, de apenas cinco años, recitaba al ritmo del crepitar de las danzantes llamas del fuego:
Sonido – vida
«El que no oye, no vive.»
Todo comienza con el sonido. No el ruido, sino la vibración verdadera.
El cazador no reacciona al ataque por la vista. Lo anticipa por el cambio de ritmo del aire.
En la noche, no teme la oscuridad: le teme al silencio que no respira.
El sonido activa la cadena de sentidos. No escuchas un crujido: escuchas la historia detrás de ese quejido.
En el sonido del bambú partido se lee más que en cien ojos.
Olfato – ojo interno
«El que huele no pregunta. Sabe.»
El olor no es solo señal de presencia. Es memoria, intención, advertencia.
Lo dulce puede ser una trampa. Porque lo dulce esconde: no porque sea malo, sino porque disfraza lo que es real.
El hedor no se desprecia: puede ser esfuerzo, caza legítima, supervivencia.
El olor a sangre no miente. El perfume de loto sí.
Los sentidos – única verdad
Aquí está el corazón de un cazador antiguo. No hay sentidos aislados. Hay una secuencia vital:
-Oyes (el mundo llama).
-Hueles (el mundo revela).
-Saboreas (el mundo se interioriza).
-Ves (el mundo se confirma).
-Tocas (el mundo se modifica).
Y si el orden se altera,
el cazador cede su pulso al silencio.
Un cazador que ve sin oír comete errores fatales. Cree que la belleza es inocente. Cree que el camino claro está libre de trampas.
Un cazador que huele sin escuchar interpreta mal: puede respetar lo rancio y despreciar lo dulce, pero no sabrá cuándo.
Solo un cazador que oye primero, está vivo de verdad.
La niña cazadora terminó de recitar las memorias orales.
Los adultos iniciaron un canto suave en un ritmo extraño:
Cadena del Pulso Verdadero
(recitado solo a quienes superan el Cuarto Año)
El que no oye, camina sin sombra.
El que huele sin escuchar, persigue su propia trampa.
El que saborea sin oír, se alimenta de lo que no le pertenece.
El que ve sin haber escuchado, mata al inocente.
Y el que toca sin haber sentido el llamado… desaparece.
Solo cuando el sonido es eco del mundo, puede la carne vivir sin morir.
Continuara…