El arte de saltar sin mirar

por Leonardo C. Quiveiro


Nunca supe por qué me creí todas las palabras que ella decía mirándome a los ojos. Quizás porque era joven, fuerte y tonto. En esa época —diecinueve o veintitantos años, ya ni me acuerdo— creía que los hombres fuertes debían ser buenos, y que las mujeres tristes decían siempre la verdad. Ella vivía sola algunos días. Un marido policía que hacía guardias largas, una tela roja en el balcón cuando la casa quedaba vacía, y yo, muchacho de barrio, aprendí a leer las señales. Subía a acompañarla como quien cumple una promesa silenciosa. Charlábamos en la cama, porque, caramba, ¿para qué perder tiempo en el sillón si hay cama? Y ella contaba historias: que el marido estaba cansado, que ya no tenía fuerza ni para abrazarla. Yo, musculoso y empático, la escuchaba y creía todo. Hasta que un día, la puerta sonó. Un hombre entró con la lengua pesada de alcohol. Se sacó el uniforme, dejó caer la pistola a centímetros de mi cabeza —una Macaró reluciente, lista— y abrazó a su mujer. Ella, sin vacilar, le devolvió el abrazo y se pusieron a bailar. En la cama. Yo, debajo de ellos, entendí una cosa: El hombre no estaba tan débil como me habían dicho. Y ella, que lloraba soledad entre mis brazos, bailaba y reía como si yo no existiera. No quise probar mi suerte con el arma. No esperé a que se cansaran del baile. Cuando pude, corrí hacia el balcón, salté al vacío y caí entre las flores de mar pacíficos. No sé si me arañé. No sé si alguien me vio. Solo sé que esa noche volví a casa con una verdad nueva: Las personas no siempre te mienten — Pero tampoco te dicen toda la verdad. Años después, en otro país, otra vida, recogí una llave caída en un aeropuerto. La mujer que me sonrió al devolverla no dijo nada. No prometió nada. Y sin embargo, bailamos. No diez minutos, ni quince. Bailamos días, noches enteras. Supe entonces que la verdad no siempre se cuenta. A veces, se baila.


Fin del cuento

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