El grito del niño errante

Una noche, siendo niño, grité. Lo hice sin pensarlo mucho, como se gritan las cosas cuando todavía se cree que el mundo escucha.

Grité en mitad de la oscuridad, en el monte, donde el viento y los árboles eran mis únicos testigos. No pedía paz, ni una vida tranquila. Pedía lo contrario. Recuerdo mis propias palabras:

“Dioses y espíritus del bosque, no quiero quedarme aquí toda la vida ni vivir una vida aburrida. Quiero viajar. Quiero una vida emocionante.”

Y me lo concedieron.

Ahora, tantos años después, puedo decir que he vivido intensamente. Más de lo que habría imaginado aquel niño.

Viajé por el mundo con equipaje ligero. Fui testigo de guerras y de paisajes que muy pocos verán. Conocí culturas, gentes de todos los colores. Viví amores que me hicieron sentir invencible, y otros que me dejaron el corazón hecho trizas. Fui libre. Me moví en silencio. Aprendí a sobrevivir sin pedir permiso.

Pero hubo un precio.

No lo supe entonces, pero ese grito fue una especie de pacto. El precio fue no volver. Fue no estar en los momentos duros junto a los míos. Fue ver a la familia envejecer desde lejos. Fue despedirme por dentro muchas veces sin poder hacerlo en voz alta.

La libertad tiene una cara áspera. A veces pesa tanto como la cadena que rompe.

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