Del abuelo y del río

Del abuelo y del río

Nunca hice planes. No por rebeldía ni desinterés. Simplemente porque el río sabe más que yo, y mi barca ha aprendido más dejándose llevar que remando contra la corriente.

Mis abuelos no dejaron letras. No conocían papel ni pluma. Pero su voz sigue viva en mí, como eco de monte, como machete que abre camino entre la maleza húmeda del amanecer.

Del bohío conservo el recuerdo del fango —ese que la lluvia disolvía más adentro que afuera— y el olor del café mezclado con humo de leña. Ese era mi hogar, mi mundo, mi universo.

Después vinieron los años de hierro: África, polvo y pólvora. Allí entendí que la vida no es una promesa larga, sino un instante que hay que agarrar con los dientes.

Fui hombre de camino: sin techo, sin norte, sin patria, sin amo… pero con un fuego dentro que no se apagaba.

Trabajé en pozos profundos, perforando la tierra como quien busca secretos enterrados. Aprendí que el agua es oro, que el diamante no brilla bajo tierra si no hay sudor que lo libere.

Fui orfebre de metal y de paciencia. Moldeé barro, tallé madera, pinté vitrales que dejaban pasar la luz como plegaria.

Hoy soy orfebre de palabras. Las fundo, las golpeo, las dejo brillar en versos torcidos que guardo más para mis nietos que para el mundo.

Aprendí —sin quererlo— que la verdadera herencia no está en lo que se firma ni en lo que se acumula, sino en las huellas invisibles que quedan en el alma de los tuyos.

Mis hijos llegaron de mares distintos, colores distintos, credos diversos. Me dieron nietos. Y con ellos, llegaron familias enteras, historias que no se borran.

De mi tiempo entre tambores y cazabe quedaron hijos, y de esos hijos, nietos, con sangre taína, africana y chilota. Ellos trajeron universos de alegría.

Y mi mujer —la de ahora, la de siempre— lleva un apellido musical. Cree en lo que yo nunca creí, y, aun así, sin pedírselo, fue madre de todos. Eso no lo decidí yo. Lo decidió el río.

Ahora, cuando me siento al borde del día y la vida parece un espejo, me río de los que hacen mapas para un mundo que no se deja domar.

Yo sigo el Tao criollo: caminar ligero, amar fuerte y no discutir con el agua.

A veces me han preguntado por qué escribo, de dónde salen estas palabras, estas historias. La verdad, ni yo mismo lo sé.

Tal vez tiene que ver con que, desde niño, quise conocer el mundo. Y ese deseo, lanzado al aire como un grito, fue escuchado.

Recorrí medio planeta. Toqué muchas puertas. Algunas se abrieron. Otras se cerraron. Algunas me tragaron. Pero cada paso, cada voz, cada silencio, me sembró algo dentro.

Por eso, cuando escribo, no invento. Solo cuento. Cuento la misma historia de siempre: la mía.

Ya sea en cuentos, en décimas o en versos sin rima, lo que emerge es la vida que viví. Mis sueños. Mis dolores. Mis caminos.

Hoy mismo conversaba con mi hija más pequeña, que ya viene con una nueva vida a cuestas. Hablábamos de esto: de la felicidad, del camino, del sentido.

Le dije lo que siempre he creído: que nadie te regala la plenitud. Que quienes te prometen felicidad rara vez pueden darte algo más que palabras.

Que uno tiene que buscar lo suyo, que no hay otra. Que, en el fondo, estés donde estés, no le importas a mucha gente, y mucho menos tu alegría.

Por eso, hay que quererse, escucharse y cuidarse. No por egoísmo, sino por justicia.

Porque cuando uno aprende a encontrar su propia luz, a veces sin saberlo, alumbra también a los demás.

Tengo una sobrina migrante. Está sola en otro país, luchando por hacerse un sitio. La vida le pesa. Llora. Como lloran tantos.

Algunos lloran hacia afuera, como ella. Otros lloramos por dentro, como yo. Pero da igual: el dolor es el mismo. Y la lección también.

Hay que adaptarse. Aprender el idioma. Sobrevivir. Luchar. Y si se logra o no, ya es otra historia. Lo importante es no dejar de remar.

Sí, en mis textos hay algo de lamento. De nostalgia. Pero también hay risa. Hay fuerza. Hay esperanza.

Hay una forma de vivir que me fue sembrada sin escuela.

Mis antepasados taínos y siboneyes eran mansos, sí. Tranquilos. Muchos se burlan de eso. Yo no.

De ellos aprendí que a veces se sobrevive no por ser bravo, sino por saber bailar con el viento.

Con los años supe de Spinoza, de Descartes, del Tao. Y descubrí, con sorpresa, cuánto se parece todo eso a lo que ya conocía sin nombre.

Entonces comprendí que hay algo más allá de los mapas. Algo que no se enseña, pero se siente.

Un lenguaje común. Un suspiro universal que se repite en todas partes. Y que en algunos de nosotros, eso despierta.

Yo, por mi parte, no tengo método ni estilo. Escribo como puedo, cuando puedo. No siempre lo que pienso, pero sí lo que siento.

Algunos lo entenderán. Otros no. Pero no me preocupa.

A estas alturas, sé que he ganado más de lo que he perdido. Y eso es suficiente para seguir escribiendo, aunque sea solo para mis nietos… o para el río.

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