Ella y Él (cuento corto)

El parking del Dolphin Mall hervía con su ritual de siempre: motores rugiendo, gente cargando bolsas que pesan más por lo que aparentan que por lo que contienen.

Nuestro casi héroe, de camisa abierta y sonrisa suelta, estaba recostado a un Altima verde limón. A su lado, una rubia sintética de vestido azul claro, curvas precisas y ojos verdes como ciruelas tiernas, abría el maletero sin apuro. Él le rozaba el trasero con picardía. Ella se reía con esa mezcla de coquetería y calle. Eran dos piezas encajadas en una coreografía perfecta. Hasta que llegó el rugido.

Una moto rabiosa cortó el aire. Nuestra heroína. Entera de negro. Lentes oscuros. Casco en mano. Freno brusco. Silencio. Solo el jadeo del escape y la tensión.

Él se volteó. La reconoció al instante. Ella se bajó de la moto como quien no pide permiso. Caminó firme. No dijo “hola”. No preguntó nada. Le dio un golpe seco en el pecho con el casco.

—Sube —ordenó.

Él obedeció. Sin palabras. Sin orgullo. Consciente de que no había fuerza mayor que esa mujer.

La rubia se quedó ahí, con la puerta abierta y la bolsa de marca en la mano. No supo si fue un secuestro, una escena, o el fin de algo que casi había empezado. Solo los vio desaparecer, tragados por el flujo de carros.

En la carretera, ella aceleraba como si el tiempo fuera enemigo. Él la abrazaba desde atrás, con los brazos en su cintura. No dijo nada. Solo subió las manos hasta el pecho de ella, sintió su corazón galopar como yegua sin riendas, y entendió que la furia también era amor.

Llegaron a un hotel discreto. Sin nombre rimbombante. Con paredes que no preguntaban. Subieron sin mirar a nadie.

Al cerrar la puerta, ella se quitó los lentes, se soltó el pelo rojo como llamarada viva y se viró con una mirada que quemaba más que el sol de julio.

—¿Tú creíste que podías esconderte? —dijo.

Él sonrió. Pero ella no.

Lo empujó a la cama. Se desnudó sin urgencia, pero con autoridad. Y lo cabalgó como quien reclama tierra robada. Él no se resistió. Porque no era sometido. Era poseído por derecho. Y en cada movimiento de ella y él, la tierra vibraba, la memoria se reescribía, y el deseo no pedía permiso.

Ella no hizo preguntas. Hizo historia.

Décima de ella y él

Con el casco fue sentencia,
no pidió explicación,
me subí sin dirección,
solo el fuego fue presencia.
Entre celos y potencia,
me tumbó sin preguntar,
y en su danza sin parar,
fui machete derretido,
pa’ que aprenda el atrevido
que hay diosa que sabe mandar.
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