Ella y Él

Miami parecía una ciudad feliz, pero El la olía distinta. No era tristeza lo que flotaba. Era disfraz. Era exceso. Era miedo maquillado. Caminaba por el Doral, entre cafés donde los hombres hablaban como si supieran de todo y las mujeres reían con dientes perfectos, uñas perfectas y soledad en los ojos. Lo acompañaba Ella. Vestida con ropa urbana, gafas oscuras y esa energía suya que ni el concreto puede apagar. Observaba. No juzgaba. Pero sus labios apretados decían lo que el silencio no. El tenía familia por parte de madre en la ciudad. Gente sencilla, trabajadores, músicos, peluqueras, soldadores del alma. Le daban techo cuando podían y cariño sin etiquetas. Él lo agradecía. Pero sabía que, fuera de esas casas, Miami era un teatro de luces que no alumbraban nada. Una noche fueron a una fiesta. Terraza de lujo. Piscina sin alma. Gente con más filtros que piel. El se movía entre ellas como pez con machete: respetado, deseado, ambiguo. Y Ella… Ella lo observaba con un filo en la mirada que no dolía, pero sí advertía. Una mujer lo abrazó de más. Otra le habló al oído como si no existiera nadie más. El sonrió con esa picardía antigua. Pero no se entregó. Solo jugó. Ella no dijo nada. Pero su copa tembló. Más tarde, en la azotea de un edificio de Brickell, bajo las luces que no logran apagar la luna, Ella se sentó a su lado. Él, con los pies colgando sobre la ciudad. Ella, con la mirada firme. —Te has acostado con muchas —dijo sin rodeos. El la miró. No negó. —Pero sólo contigo me despierto. Ella no sonrió. Lo besó. Y en ese beso, El supo que había salvación. Aunque fuera por una noche más.

Décima desde la azotea

Vi tu mundo de brillantes, de bocas sin alma firme, y aunque todos quieran irme, yo regreso a tus instantes. Las que bailan arrogantes no conocen lo que arde, el que ama sin que guarde, el que muere sin aviso… Tú no eres sólo mi piso, tú eres la que me parte.

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