Últimos trazos del fuego

Él sabía que se acercaba el momento. No de morir, sino de partir. Ella lo había dicho sin rodeos: “Para irte con nosotros, primero debes morir aquí. Dejar de ser para ser”. Y él, sin dramatismo, aceptó. Pasaba las tardes escribiendo. No cuentos, ni memorias públicas. Cartas. Fragmentos. Notas en libretas que irían quedando como semillas. No buscaba aplauso. Buscaba no perderse. Dejaba palabras para sus hijas, para sus nietos, para su mujer. Palabras verdaderas, sin adorno. Preparaba su propio funeral. A su estilo. Con canciones que no hablaban de luto, sino de caminos. Con lecturas que contaran quién fue, no quién pretendieron que fuera. No quería discursos. Quería silencio. Que cada cual recordara lo suyo. Lo vivido con él. Miraba a sus nietos con ternura. Veía en ellos las memorias que él ya no necesitaba cargar. Ellos eran el testigo. La continuidad. La certeza de que todo había valido la pena. “Lo más valioso que tengo —escribió una noche— no se guarda en vitrinas, ni se exhibe en diplomas, ni se encierra en cajones. Son esas manos pequeñas que me abrazan. Esas miradas que me reconocen sin juicio.” En las noches, hablaba con Ella. Ya no venía con urgencia. Venía con calma. Se sentaban juntos, miraban las estrellas y callaban. No hacía falta más. —No estás huyendo —le dijo ella una vez—. Estás regresando. Él asintió. Ya no necesitaba que el mundo lo entendiera. Su legado no sería una estatua. Sería una red de ternura, de lealtad, de palabras sembradas. Y así, entre mate, café, lluvia fina, y el canto lejano de algún zorzal, fue cerrando sus días con gratitud. No se iba. Se transformaba.

Décima del que sabe partir

No me entierres con trompeta, ni me llores con discurso, mi camino tuvo curso, y el amor fue mi carpeta. Guarden solo la silueta, de un guajiro sin corona, que vivió como persona, sin pedirle al mundo aplauso. Y si algún verso me causa, que sea el de quien no abandona.

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