El espíritu y la ceiba
Cuento breve — versión legible para pantalla
Había una vez, en mi pueblito de Cambute para unos pocos y San Antonio para muchos, sobre todo en noches sin apuro, cuando íbamos con mi madre y mi abuela a visitar a un tío abuelo. Famoso con el machete y a caballo, sí… pero también por su habilidad más secreta: sabía historias.
Y aunque no tenía el arte teatral de mi madre, sentado en su taburete de cuero de vaca —como si fuera trono de patriarca— narraba los cuentos más hermosos y disparatados que he escuchado. Lo hacía erguido, con el machete cruzado sobre las piernas, acariciándolo como si fuera doncella.
Al ritmo del pilón y el aroma del café de Vangela, su mujer —que cocinaba con más fe que sal— el viejo Pillito, como le decíamos con respeto y cariño, soltó esta joya de la mitología cambutense:
Dicen que dos jóvenes, valientes y tercos, escucharon una noche a un espíritu en pena. No vino a asustar, sino a revelar: había escondido un tesoro. Un muñón de montura de oro puro, metido en la grieta de una ceiba.
El muerto aclaró que no lo enterró con sangre —porque no quiso matar a nadie, buena alma—, pero lo cubrió con otra cosa, menos noble: mierda. “Pa’ que no lo encuentren fácil”, dijo.
Y añadió la advertencia: “Lo que se entierra con algo… solo con ese algo puede sacarse. Si no, el tesoro será maldito”.
Los muchachos —que no eran flojos— respondieron: “¡Lo cortamos si hay que cortarlo!”.
Fueron entonces, machete en una mano y hacha en la otra, luna correcta, día correcto, permiso pedido al espíritu. Y comenzaron.
Al primer hachazo, un ruido extraño. Como si la ceiba respirara. Al segundo, un temblor en el monte. Y al tercero… un pedo.
El aire se llenó de un hedor imposible. Dolor de barriga incluido. Pero ellos, tercos, se bajaron los pantalones y, a puro machete, hacha, sudor y risa, siguieron golpeando hasta casi desmayarse.
Al amanecer los hallaron así: tendidos junto al tronco, con el machete aún en la mano y el hacha en la otra, cubiertos en gloria… y en otra cosa.
Sin tesoro.
Pero con leyenda.
Dicen que uno de ellos se llamaba Salustiano, el rey de los chivos. Y desde entonces, cada vez que alguien huele algo raro cerca de la ceiba, se santigua y dice bajito: “¡Ay, que el espíritu mentiroso no se haya despertado otra vez!”.
Y esta historia —que no está en libros— es patrimonio oral de Cambute. No por el oro. Sino por la risa.
Porque un pueblo que aprendió a reírse de su mierda… ya encontró su tesoro.