El espíritu y la ceiba
(Leyenda oral cambutense, con machete, fuego y un poco más)
Acepto mi ignorancia, y también mi origen miserable. Por más largo que haya sido el camino, no puedo sacar de mi mente ni el boniato ni el terrón. Porque también soy eso.
Y sí, me he burlado. Y sí, me he reído. Pero nunca desde arriba. Siempre desde el lado de quien sabe lo que duele que te miren con lástima. Del que conoce el peso de una mirada de desprecio.
He aprendido que el mundo está lleno de apariencias. Que es un baile de salón con máscaras, un teatro bufo infinito. Y que detrás de muchas sonrisas hay miedo, y detrás de muchos silencios… hay fuego.
Reconozco también que en mi tierra no solo hay realismo crudo o injusto, o ese realismo absurdo que no cabe en estadísticas. Hay, sobre todo, realismo mágico, como lo llamó Carpentier. Y yo, que volé con sus letras tanto como con las de Martí, aprendí a desconfiar. No tanto de los otros, sino de mí mismo.
Porque el peor enemigo no siempre es el que te enfrenta. A veces es el que te habita.
Me enseñaron a dudar de todo, y aunque eso me pesa… también me salva.
No tengo respuestas. Pero tengo esta voz, esta risa, esta historia. Y mientras pueda hablar, escribir, gritar o reírme de mí mismo, seguiré siendo eso: mezcla de terrón, boniato… y fuego.
Y si te estás poniendo muy serio, escucha esta historia. Porque todo pueblo necesita saber reírse de lo suyo.
Se contaba en mi pueblito, sobre todo en noches sin apuro, cuando íbamos con mi madre y mi abuela a visitar a un tío abuelo. Famoso con el machete y a caballo, sí… pero también por su habilidad más secreta: sabía historias.
Y aunque no tenía el arte teatral de mi madre, sentado en su taburete de cuero de vaca —como si fuera trono de patriarca— narraba los cuentos más hermosos y disparatados que he escuchado. Lo hacía erguido, con el machete cruzado sobre las piernas, acariciándolo como si fuera doncella.
Al ritmo del pilón y el aroma del café de Vangela, su mujer —que cocinaba con más fe que sal— el viejo Pillito, como le decíamos con respeto y cariño, soltó esta joya de la mitología cambutense:
Dicen que dos jóvenes, valientes y tercos, escucharon una noche a un espíritu en pena. No vino a asustar, sino a revelar: había escondido un tesoro.
Un muñón de montura de oro puro, metido en la grieta de una ceiba.
El muerto aclaró que no lo enterró con sangre —porque no quiso matar a nadie, buena alma— pero lo tapó con otra cosa: con mierda.
“Pa’ que no lo encuentren fácil”, dijo.
Y como todo lo que se entierra con algo… se saca con ese algo, no puede haber productos alternativos.
So pena de que el tesoro sea maldito.
Los muchachos —que no eran flojos— dijeron:
“¡Lo cortamos si hay que cortarlo!”
Y fueron, machete en mano, luna correcta, día correcto, permiso pedido al espíritu cagón. Y comenzaron.
A cada hachazo, un pedo involuntario.
El monte se estremecía. Dolor de barriga incluido.
Pero ellos, firmes, se bajaron los pantalones. A puro machete y risa suelta, cortaron y salpicaron con sudor y… algo más… a la ceiba como campeones.
Se desmayaron casi, sí. Pero con el machete aún en una mano y el hacha en la otra. Como hombres cabales.
Al otro día los encontraron así: cubiertos en gloria… y en otra cosa.
Sin tesoro.
Pero con leyenda.
Dicen que uno de ellos se llamaba Salustiano, el rey de los chivos.
Y desde entonces, cada vez que alguien huele algo raro cerca de la ceiba, se santigua y dice bajito:
“¡Ay, que el espíritu mentiroso ese no se haya despertado otra vez!”
Y esta historia —que no está en libros— es patrimonio oral de Cambute.
No por el oro.
Si no por la risa.
Porque todo pueblo que se ríe de su mierda…
ya encontró su tesoro.