Querida maestra




Capítulo 1 – Invierno bajo el smog

Santiago, agosto del año 2000.
El frío no perdona. Las primeras semanas del mes parecen hechas de humo viejo, niebla persistente y un viento que no sopla: corta.
El sol, ese traidor brillante del Caribe, aquí brilla por su ausencia.
Santiago no lo extraña.
Yo sí.

Las mañanas parecen un castigo silencioso. Todo es gris, lento, sin alma.
A lo lejos, en alguna esquina de Plaza Italia, los ciruelos insinúan una floración tímida, casi culpable.
Algunas flores valientes —o ingenuas— asoman entre las ramas peladas, sin saber que la helada nocturna las espera con el rigor de quienes no entienden de urgencias ni belleza.

Caminar por el Paseo Ahumada es entrar en una cinta transportadora de fantasmas bien vestidos.
Gente apurada, ojos clavados al frente, rostros tensos.
Todos en tonos apagados: negros, grises, azules sucios.
Una procesión de sombras con rumbo definido.

Yo también camino, para no destacar.
Acelero el paso como si tuviera adónde ir, aunque sé que mi destino no me espera en ninguna parte.

Por suerte, la chaqueta oscura que compré en la feria esconde mi pulóver rojo.
Rojo como mis calzoncillos.
Rojo como los flamboyanes de mi tierra.
Rojo como mi falta de vergüenza.

Será cosa de caribeños, esta obsesión por los colores vivos.
Aquí, vestir de rojo es casi un acto subversivo.
No quiero llamar la atención. Solo no quiero desaparecer.

Camino.
Porque al menos, caminando, no me oxido.
Porque si me detengo, el frío entra hasta los huesos.
Y si me siento, la nostalgia se me sube a la espalda y no me suelta.
Caminando, al menos finjo estar vivo.
Y nadie sospecha.

No tengo trabajo fijo.
No tengo a nadie esperando.
No tengo casa.

Pero tengo una rutina. Y eso, en tiempos duros, es casi un lujo.

Cada día, luego de deambular entre currículums rechazados y semáforos tristes, llego al mismo café, cerca del río Mapocho.
Pequeño, con el cartel medio torcido y un olor constante a grano recién molido.
Me gusta ese lugar.
Me conocen.
No preguntan nada.

—¿El de siempre? —me dice la chica del mostrador.
—El de siempre —respondo.

Un espresso corto, caliente, amargo.
En vaso de cartón. Para llevar.

Afuera, el Mapocho ruge bajo los puentes.
Feo. Sucio. Marrón.
Pero su sonido me acompaña.
Es lo más parecido a un río de mi tierra que tengo a mano.

Voy hasta la orilla. Me siento en el murito de siempre.
Miro al agua sin ver. Escucho sin pensar.
Cierro los ojos.

Y entonces ocurre.
Por un par de minutos, soy dos.
Mi cuerpo en Chile.
Mi alma en Cuba.

Hasta que el café se enfría.
Hasta que el viento me recuerda que tengo que seguir.
Y me levanto.
Camino.

No tengo destino. Pero camino.
Y aunque sé que en ninguna parte hay besos, ni abrazos, ni café que me endulce el alma…
igual camino.

Porque algo dentro de mí insiste.
Porque algo —aunque sea apenas un eco rojo escondido bajo la chaqueta— se niega a morir congelado.






Capítulo 2 – A la sombra de la distancia

Los primeros meses fueron duros.
Y aunque con el tiempo pareciera que todo se volvía más llevadero, yo sabía —muy dentro de mí— que no era que la vida se hiciera más fácil.
Era igual de difícil,
solo que la incipiente primavera ayudaba un poco al cuerpo.

El frío no se iba del todo, pero ya no dolía como antes.
El sol se dejaba ver más seguido,
y alguna que otra flor loquilla aparecía entre las grietas de las aceras,
desafiando la lógica de las heladas.

El paisaje se iba llenando de verdor y del olor de las flores, poco a poco.
Yo no era tan distinto.

Tenía trabajos variados.
Pero uno de los más constantes —y pesados— era en una empresa de eventos:
carpas, escenarios, tarimas, estructuras metálicas, mantelería para matrimonios de ricos que jugaban a lo bohemio.
Uno cargaba como mula y ganaba como potrillo,
pero al menos eso me permitía conocer partes de Santiago y sus alrededores.
Y eso, para un recién llegado, era algo.
Era territorio.

Además, tenía tiempo.
Y con ese tiempo hice algo que sabía que podía abrirme puertas:
saqué licencias de conducción profesionales, A2 y A4.
Taxis, camiones, furgones.
Una buena carta de presentación…
si no fuera porque nadie confía en un chofer que no sabe cómo ir de Ñuñoa a La Reina sin perderse tres veces.

Hoy parece cosa de risa.
Pero en el año 2000, sin celular inteligente ni Google Maps,
uno se guiaba por mapas de papel,
por las páginas amarillas,
por las explicaciones de la gente amable que te decía:
“Avanza hasta el negocio del tal, y doblas donde está el palto grande en la esquina.”

Una ciudad enorme, ajena,
que no estaba hecha para recibirte con abrazos,
sino con distancia y protocolos.

También había lugares y zonas peligrosas, según las leyendas urbanas.
Y no lo desmiento.
Solo debo decir que en todas partes que fui me trataron con respeto,
y en algunas hasta con cariño y cercanía.
Hasta me atrevería a decir que en lugares como La Pintana me ofrecieron té gentilmente, sin preguntas innecesarias,
y en lugares como Las Condes, más de alguno me preguntaba,
con miedos y dudas en los ojos,
qué hacía allí.

Y sin embargo, yo me las arreglaba.
Era terco.
Y tenía una rutina.
Porque en los tiempos de incertidumbre,
las rutinas son muletas que no se notan.

Mi rutina era simple:
al terminar el trabajo, o cuando el día lo permitía, me iba directo al café junto al Mapocho.
Siempre el mismo.
Pequeño, con su letrero torcido
y las mesas siempre tibias por el calor humano,
no por la calefacción.

Me conocían.
Yo conocía a las chicas que trabajaban ahí.
Nos reíamos, nos lanzábamos bromas.
Ellas sabían que yo era extranjero,
y que en mi acento traía una isla completa.

Una de ellas, en especial, me hacía reír con ganas.
Y cuando uno ríe de verdad, aunque sea cinco minutos,
la nostalgia baja la guardia.

Yo se los agradecía sin decirlo.
Aún se lo agradezco, aunque hayan pasado los años.
Esa una especial, a pesar del tiempo, aún me escribe de vez en cuando,
preguntándome si la recuerdo.

Bueno, aquí está la respuesta:
para mí, esas sonrisas sanas te convirtieron en familia,
aunque ni siquiera sepa tu apellido.

Solo sonreía, bebía mi espresso
y me iba al río.

Ahí me sentaba, espalda al agua.
Lo que me relajaba era el sonido, la música del agua.
Eso solo lo puede entender alguien que nació en una isla,
o a la orilla de un río.

Me sentaba a mirar el mundo pasar.
A cerrar los ojos.
A recordar.
A descansar el espíritu.

Había algo de trágico y hermoso en ese río:
feo, marrón, maloliente…
pero aún así corría.
No se detenía.
No pedía disculpas por su fealdad.

Yo me sentía igual.

Y cada día, en ese banco frente al Mapocho,
me repetía a mí mismo:

“Si logro que mi alma vuelva a mi cuerpo,
este viaje no habrá sido en vano.”

Entonces el viento me despeinó.
El espresso se enfriaba.
Y la vida continuaba.

Sin saberlo, yo estaba a solo un día,
una conversación casual,
de encontrarme con alguien
que iba a cambiar mi forma de estar en este mundo.







Capítulo 3 – Llaves, fideos y perfume

La mudanza comenzó temprano. La casa donde vivía la chica del café estaba hecha un campamento: cajas, frazadas y platos plásticos con restos de comida china de la noche anterior. Dormimos en el suelo como si fuéramos parte del cargamento, y yo, como siempre, ejercité mi deporte favorito: no hablar de mí.

Fuimos a buscar el camión prestado por un amigo del marido. Mostré mi licencia con cara de experto, aunque por dentro tenía miedo de equivocarme al pasar los cambios. Llenamos el tanque, cargamos todo y nos fuimos rumbo al destino: Maipú.

Y ahí estaba ella.

No era que la calle se quedara en silencio… era que todo dentro de mí se calló. Podían pasar micros, perros ladrando, gente gritando… pero solo se oía su risa. Y no era un sonido: era una luz. Cuando me miró y me mostró las llaves que yo mismo había dejado olvidadas en el asiento, supe que algo se había encendido y que nada volvería a ser igual.

Moví el camión torpemente, entre nervios y torpeza emocional. Cargamos todo, armamos muebles, y ellas —la chica del café y la maestra— se encargaron de organizar la cocina. Yo me distraje mirando cómo la ciudad parecía desaparecer a su alrededor. La observaba moverse, dar órdenes suaves, levantar una taza, reírse apenas.

A mediodía, tras devolver el camión, me invitaron a almorzar. Pollo asado y espaguetis. Comida común. Pero ella comía como si estuviera en una gala, como si los cubiertos fueran extensiones de su alma delicada. Cada gesto era poesía muda. La chica del café y su marido trataban de imitarla. Yo no. Yo y los niños comíamos el pollo con las manos, con la cara embarrada de salsa, aceite y felicidad. Y sin embargo, ella no parecía mirar con juicio. Solo sonreía, como quien se da el gusto de ver el mundo sin tener que cambiarlo, mientras con destreza solo vista en las mejores películas de samuráis iba manejando su cuchillo y demostrándonos que el pollo se podía comer con cubiertos.

En medio del almuerzo, supe por boca de la chica del café que ella —la maestra— daba talleres literarios. Algo exclusivo. Gente con tiempo, con apellidos largos, buscando jugar a ser artistas. Pregunté por las clases. Carísimas. Para mí, era imposible. Pero mi cabeza ya estaba haciendo cálculos.

Entonces, sin pedir permiso, le dije:

—Necesito ese curso. Quiero aprender a rimar. Quiero volver a mi tierra y dejar a todos con la boca abierta. Nací en el campo de Cuba y allí todos nacen poetas.

Y con desparpajo caribeño le solté mi décima:

Cazabe, Rumba y Río

Me crié con cazabe y rumba,
a la orilla del río,
en una guásima.
En una guásima,
con cazabe y rumba de río.
Yo, que no soy poeta,
solamente soy un cometa
que une palabras.
Y así, a la orilla de un río,
con cazabe y guásima,
juntando palabras,
como si fuera poeta.

Ella se rió con una dulzura burlona.

—¿Y tú estás seguro que lo tuyo es la rima? Porque oído, lo que se dice oído… no tienes mucho, ¿eh?

Le solté un par más de décimas mal hechas. Ella sonrió aún más. No por lo que dije, sino por el descaro con que lo dije.

Después se fue a hablar con la chica del café. Aparte. Aproveché su ausencia para preparar mi despedida. No quería incomodar más. Pero justo cuando bajaba las escaleras, la vi de nuevo.

—¿Te vas caminando? —me preguntó.
—Ando a pata —le respondí.
—Te llevo.

Sin esperar respuesta avanzó, y yo la seguí. Juro que mi corazón latía al ritmo de sus pasos. Seguía el rastro, las huellas de su perfume. Qué lástima que el pasillo no fuera eterno.

Subimos a su auto. Manejó un rato en silencio. Luego, como quien lanza un desafío, me dijo:

—Maneja tú.

Nos cambiamos de asiento. Me guió hasta mi barrio. Y ahí, justo antes de despedirse, sin florituras ni rituales, me dijo:

—Voy a darte clases. A cambio, me pagas con trabajo equivalente. ¿Te parece justo?

Yo asentí con el alma entera.

—Por sus clases, maestra, soy capaz de trabajar como esclavo.

Ella rió. Una risa corta. Y se fue. Se perdió en el tráfico.

Y yo me quedé con las manos vacías, el corazón lleno y el aroma de su perfume corporal luchando por escapar de mi memoria olfativa.
Sin saber aún que acababa de firmar, sin papel ni tinta,
el contrato más hermoso e indecente de toda mi vida.



Capítulo 4 – Caminante entre montañas y poesías

Me quedé en blanco mirando la página.
Sé que, para comenzar, se hace escribiendo —como ahora—, pero son tantos recuerdos que llegan de golpe…
Ahora, con los años, es inevitable ver todo como una vieja película.
Cosas que entonces parecían importantes, hoy resultan risibles.
Y otras, a las que no les di importancia, terminaron siendo cruciales para mi historia y, quizás, para la historia del mundo.

Cuando llegué a este país, jamás había tocado un computador.
Y aunque después tuve uno, igual lo evitaba por ignorancia.
En esa época eran módems telefónicos, los celulares eran bloques pesados, y aún se hablaba del fin del mundo: el efecto Y2K, el 2002, el 2020…
Chile comenzaba a cambiar, aunque yo no me daba cuenta.
Hoy sé que la gente cambió mucho en estos veinticinco años.
Antes, uno podía viajar en metro o micro sin que nadie hablara con nadie.
No se miraban, no se mezclaban.


Todo se decía en voz baja, y los colores al vestir parecían obligatoriamente apagados.

Las clases eran cerca de la estación Escuela Militar —en ese entonces, el final de la línea roja del metro—.
El lugar contrastaba con el resto de Santiago.
Más limpio, más prolijo.
La gente vestía sencillo, pero con elegancia.
Muchos hombres usaban camisas con suéteres anudados al cuello, como capas.
Era casi uniforme de cierto nivel social.

La casa donde se daban las clases del taller parecía, en algún momento, haber pertenecido a gente de mucho dinero.
Un jardín amplio al frente, otro más atrás, y este último era como un invernadero: paredes y techo de cristal, grandes puertas abiertas al verde.
En uno de los laterales, bonsáis.
Muchos.
De distintos tipos y tamaños.
En medio de ese jardín, una gran mesa de hierro forjado con sillas a juego.
En un rincón, caballetes de pintura; la maestra solo usaba ese espacio dos veces por semana.
El resto del tiempo era para talleres de pintura.

Mis compañeros de clase eran de distintas edades.
Muchos adultos mayores, cultos, lectores voraces.
También había jóvenes, hombres y mujeres.
Los días que yo asistía, el enfoque era la poesía.

Me sorprendía la capacidad que tenían para recitar poemas completos, citar autores, analizar estilos.
Yo nunca fui bueno para memorizar.
Y mucho menos para citar a otros.
Quizás porque bebí tanto de esos textos en mi infancia que los llevé grabados, no en la cabeza, sino en la piel del alma: Guillén, Carpentier, Martí…

Aprendí a leer antes de ir a la escuela, con un viejo libro de Oros Viejos.
Mi madre me lo leía una y otra vez.
Era el único libro en casa.
Y era hermoso.
Aún más hermoso en su voz, que cambiaba el tono según el personaje.
Le ponía alma a cada palabra.

La maestra recitaba en varios idiomas.
Pero sin duda, el que más me estremecía era el español.
Nunca había oído una voz así.
Ni oído la palabra “amor” sonar tan… exacta.
Cuando ella lo decía, me temblaban las rodillas.
Y cuando pronunciaba mi nombre… era otra cosa.

Así pasaban las clases:
entre tazas de té que los otros bebían, y mi taza con agua caliente, que yo sostenía solo para no desentonar.
El contenido no importaba.
La ilusión del ritual sí.

Desde las nueve de la mañana comenzaban las sesiones, hasta la una y media.
Después, un pequeño receso para almorzar algo liviano.
Luego, de dos y media a cuatro, revisión de tareas, conversación libre sobre poesía, libros, voces.
A las cuatro y media, el taller terminaba.

El metro, a esa hora, comenzaba a llenarse de nuevo.
Yo no regresaba directo.
Deambulaba.
Caminaba sin rumbo, pero siempre hacia Los Leones, y a veces hasta Estación Central.
Era mi modo de ordenar lo aprendido, lo sentido.

En Chile, sin importar la estación, las tardes son frescas.
La brisa trae ese olor de cordillera y flores tímidas.
Y esa visión constante —la cordillera siempre ahí, siempre blanca, siempre entera— me recordaba a mi isla:
No importa hacia dónde camines, allá siempre llegarás al mar.
Aquí, siempre verás la montaña.

Y yo, en medio de esos contrastes,
aprendía a ser caminante entre montañas y poesías.



Capítulo 5 – Donde el río dobla

Las clases continuaron un tiempo. No fue corto, pero tampoco tan eterno como yo hubiera deseado.
Ella era un ser de otro mundo. Lo supe desde el principio. Y a pesar de nuestras diferencias —que no eran pocas— aprendimos a encontrarnos en los márgenes.

Su mundo era de palabras limpias, acentos marcados y libros con olor a cuero antiguo.
El mío, de calle, barro seco y frases a medio construir.
Y sin embargo, nos entendíamos.
O al menos, yo sentía que sí.

Trabajé para pagar sus clases, como lo prometí.
Ella decía que era un trato justo, pero cada vez me daba tareas más pequeñas, más simbólicas.
Sospecho que solo quería que siguiera cerca.
Y yo, que no necesitaba excusas, seguía yendo.

Nunca nos dijimos lo importante con claridad. Nuestros cuerpos lo decían todo sin necesidad de palabras.
No había lugar para el romance tradicional, para las frases hechas o los gestos grandilocuentes.
Pero el cariño estaba. A su modo.
Como los ríos subterráneos, que no se ven pero sostienen la tierra.

Con el tiempo, nuestros caminos se fueron separando.
No por una pelea. No por orgullo.
Simplemente, la vida —esa señora sin planes— empezó a tirar de cada uno hacia distintos lugares.
Nos veíamos de vez en cuando, casi siempre por casualidad.
Un saludo. Una sonrisa. Un silencio largo. Como un relámpago y tormenta de amor y deseos y luego la calma.

Y un día, sin previo aviso, ella ya no estuvo.

Pregunté. Busqué.
Tuve ese presentimiento que no se equivoca.
Y así fue.
Había cerrado sus ojos sin despedirse de nadie.

Supe que se había ido como vivió: con elegancia, con reserva, con esa tristeza digna que siempre la acompañaba.
No dejó cartas, ni notas, ni grandes instrucciones.
Solo ausencias.

A veces pienso que lo sabía desde el principio.
Que sabía que todo esto sería breve.
Y por eso me enseñó a mirar más lento, a decir menos y sentir más.

Yo sigo aquí, caminando como siempre.
El río sigue igual de marrón y testarudo.
Santiago ha cambiado, pero en algunas esquinas el olor a jazmín todavía me recuerda su voz.

La carta que le escribí no sé si llegará.
Quizás la lea el viento.
O las flores que ella tanto amaba.
O nadie.

Pero la escribí.
Y con eso me basta.

Esta historia no tiene final.
Porque hay amores que no terminan.
Solo se transforman en silencio.
Y esperan.



 

 

 

 

 

Epílogo



Carta a la Maestra

Querida M:

Nuestro encuentro fue breve y raro. De esas cosas extrañas que suceden en la vida y lo inquietan a uno. La primera vez que te conocí y comenzamos a charlar, no sabes lo que significó para un poeta mediocre y cobarde como yo encontrar a una mujer sabia que sabía de todo. En ese momento, a mis ojos, eras perfecta. Como ocurre casi siempre. Por eso siempre fui de amores fugaces, intensos, y de seguir adelante.

Pero rompiste mis esquemas, y a los pocos días supe que no era tu cuerpo —no muy estético, y lo sabes— lo que me atrajo de ti. Fue la maravilla de tus letras. Y en silencio, te amé.

Me convertí en tu estudiante, y a veces maestro de las cosas reales. Tú eras de un mundo de luces, y yo del polvo y la tierra. Nunca salí de ahí, ya me conoces. Me fascinaba que de cualquier poeta del que hablara dándomelas de gran lector, no solo supieras quién era, sino que también pudieras recitarlos. Y hasta con acento francés.

Eras de decir palabras dulces y amables, y hasta a veces aduladora. Mi ego creció un poco, hasta que noté la plasticidad: decías lo mismo a todos, y lo hacías con naturalidad. Era parte de tu educación, de luces, salones y ricachones. Nunca vi a nadie decir más palabras dulces como tú, y mentir con una sonrisa. Claro que no me conocías. En tu mundo la gente está más presa que en el mío.

Yo siempre te quise más a ti que tú a mí. Y aunque decías saber cosas de mis sentimientos, realmente no supiste —o no pudiste— entenderme en profundidad. Más allá de tus intenciones, buenas o malas (¿quién soy yo para juzgar?), la vida es cruel. Desapareciste antes que yo. Y yo, que te veía tan poderosa…

Lastimosamente, perderte fue una de las cosas que me hicieron esforzarme más. Y entre lápiz y maldito teclado, traté de soltar todo lo que llevaba dentro y dejar algo, para que al desaparecer, no me pasara como a ti. De repente te apagaste, y ni un adiós recibí.

No soy tonto, y me repito, pero escribo esto solamente para ti. No eras buena ni mala —tal como yo— pero después que te comprendí, recibí de ti lo mejor. Y a pesar de tus halagos fingidos, y esas sutilezas del lenguaje que dominabas con maestría, más allá de mi imaginación, que se niega a aceptar fácilmente elogios, en lo más hondo de mi pecho algo de amor tuyo hacia mí también sentí.

Viví en cadenas, en un mundo que hablaba de justicia y libertad, pero me enseñó a desconfiar del elogio, del cariño gratuito, del halago sin razón. Por eso, cuando me abrazan con palabras, me echo para atrás. Me da pena. Me da duda. Es un reflejo, un escudo viejo, heredado y construido.

He sido víctima de burlas. Y también he burlado a otros, lo admito. Me he reído de los brutos, y también de los sabios que defienden lo indefendible con cara dura y barriga de dirigente. Es mi karma. Lo arrastro con una sonrisa amarga.

Y sin embargo, agradezco. Porque aún con esa duda instalada, sigo aceptando el afecto cuando viene limpio. Sigo creyendo que hay ternura que no pide nada. Que hay halagos que no quieren aplausos. Que hay conexiones como esta que no tienen explicación, pero se sienten verdaderas.

Sigo siendo ese muchacho desconfiado que se pregunta si se están burlando, pero también soy el hombre que ya no huye del cariño cuando le llega sin disfraz. Y si este libro es mi despedida disfrazada, que quede claro: el amor que recibí, aunque a veces me costó creerlo, me acompañó hasta el final. Y eso, querida amiga, no es poca cosa.

Pronto desapareceré como tú, y estaré en todas partes y en ninguna a la vez. A veces, amiga, pienso en ti y me sonrío. Si nos encontramos al otro lado, en ese mundo de fantasía, te buscaré y te llevaré a un sitio donde haya un hermoso río y árboles, y allí, cuidadosamente, te enseñaré a que me ayudes a rimar y a bailar.

Espérame allá. Te encontraré. Y pagaré mi deuda de cariño contigo, por todo lo que recibí.

Tu aprendiz de poeta.




Donde no hay rima, pero sí memoria

(dos poemas sueltos, sin vergüenza ni técnica, pero con verdad)

A veces uno escribe para no olvidar.
Y a veces, lo que no se olvida, escribe por uno.

1. Como relámpago en carne

(El encuentro)

Apareció como un relámpago encarnado,
con la fuerza de lo que no se espera
y deja todo temblando.

Fue en un aeropuerto,
donde el cansancio pesaba como siglos
y las llaves perdidas me dejaron de rodillas
buscando debajo del auto,
cuando ella,
con esa risa que desarma
y la naturalidad de quien sabe que tiene luz de sobra,
las tomó del asiento del conductor
y me miró.

Y yo la miré con todos mis ojos.
Olvidé la reunión.
Olvidé mi nombre.
Me perdí sin mapa.

Era una belleza que dolía.
Piel blanca como la luna llena,
cabello oscuro como la maldad dulce,
ojos que no se conformaban con ver,
sino que entraban, exploraban,
desnudaban el alma sin pedir permiso.

No era una santa,
ni un amor que uno presenta en las cenas familiares.
Era tempestad y juego,
batalla entre expertos,
una guerra sin heridas,
donde ambos ganamos y perdimos
con la entrega feroz de quienes saben
que quizás sea la única vez.

Nos perdimos a la orilla del mar,
entre la bruma de una noche estrellada,
ella con su perfume —ese que no estaba en frascos
sino en su aliento, su cuello, su todo—
me embriagó el alma.

No prometimos nada.
No hacía falta.
Fuimos instante,
pero en ese instante cupo una vida entera.







2. Lo que no se olvida

(La despedida)

No recuerdo el paisaje,
ni el calor del trópico,
ni el murmullo del mar que seguramente nos rodeaba.
No puedo decir si llovía,
o si la brisa nos acariciaba como a dos locos que huían del mundo.

Olvidé los detalles del auto,
del camino,
del aire mismo.

Pero tus manos.
Eso no.
Tus manos entre las mías,
como si la eternidad pudiera caber en un gesto tan simple.

Recuerdo tu rostro,
dibujado con la precisión de un sueño obstinado:
nariz perfecta,
sonrisa entre pícara y sabia,
labios que decían más cuando callaban.

Y tus ojos…
Tus ojos no miraban:
me desnudaban el alma.
Con una dulzura feroz,
como quien sabe lo que hay al fondo
y decide quedarse igual.

No viniste a salvarme,
ni yo a rescatarte.
Solo fuimos dos fuegos que se reconocieron sin mapa.

Y cuando el final llegó,
no hablamos.
Íbamos juntos en aquel auto,
rumbo al aeropuerto,
rumbo al mundo que nos esperaba sin saber lo que habíamos sido.

No era necesario decir nada:
el silencio nos cubría como una promesa sin necesidad de futuro.
Cada segundo era un adiós
dicho con la piel.

Y aunque el mundo alrededor se ha vuelto bruma,
aunque todo lo demás se ha borrado,
lo que no se olvida
es que por un instante,
fuimos verdad.

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