Sin ceremonia

Cuando el infarto lo encontró por segunda vez, no pensó en dioses ni en futuros mejores, ni en promesas, ni en amores, dinero, frutas ni yates. Cerró los ojos como quien cierra una puerta, con el mismo gesto con que se termina un día de trabajo; su cuerpo, una vez más, confabuló en su contra y no le dejó tiempo para discursos hermosos ni palabras importantes. Simplemente asintió, y le pareció oír el sonido sordo de su cuerpo al caer.

La oscuridad no le dijo nada nuevo. El regreso, una vez más —si así podía llamársele—, tampoco traía promesas ni mensajes ni poderes del más allá. Solo la persistencia de estar aquí, con los pies en la tierra, los pulmones trabajando como viejos fuelles y un leve temblor en las manos que, más que miedo, era hambre. Hambre de saber qué quedaba todavía por mirar, por entender, por nombrar, antes de que el río de la vida, como todos los ríos, lo devolviera sin ceremonia al mar del que había salido.

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